Educar en amistad

«El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos», decía san Josemaría. Sólo así se crea la confianza que hace posible su educación.

 

Lo más importante de la educación no consiste en transmitir unos conocimientos o habilidades: es, ante todo, ayudar al otro a que crezca como persona, a que despliegue todas sus potencialidades, que son un don que ha recibido de Dios.

 

Lógicamente, también es necesario instruir, comunicar contenidos, pero sin perder nunca de vista que educar tiene un sentido que va más allá de enseñar unas capacidades manuales o intelectuales. Implica poner en juego la libertad del educando y, con ésta, su responsabilidad.

 

De ahí que, en cuestiones de educación, es preciso proponer metas, objetivos adecuados que, dependiendo de cada edad, puedan ser percibidos como algo sensato que da significado y valor a la tarea emprendida.

 

EDUCAR CON LA AMISTAD

 

Al mismo tiempo, no se puede olvidar que, especialmente en las primeras fases del crecimiento, la educación tiene una importante carga afectiva. La voluntad y la inteligencia no se desarrollan al margen de los sentimientos y de las emociones. Es más, el equilibrio afectivo es requisito necesario para que la inteligencia y la voluntad se desplieguen; si no, es fácil que se produzcan alteraciones en la dinámica del aprendizaje y quizá, más adelante, desajustes en la personalidad.

 

Pero, ¿cómo conseguir ese orden y medida en los afectos del niño, y después en los del adolescente y del joven? Quizá nos encontramos ante una de las preguntas más arduas para el quehacer pedagógico, entre otras razones porque se trata de un asunto práctico que incumbe a cada familia. De todos modos, se puede avanzar una primera respuesta: es vital generar confianza.

 

Padres: no os excedáis al reprender a vuestros hijos, no sea que se vuelvan pusilánimes?(1), recomienda el Apóstol. Es decir, nuestros hijos se volverían temerosos, sin audacia, con miedo a tomar responsabilidades. Pussillus animus: un espíritu pequeño, mezquino.

 

Generar confianza tiene que ver con la amistad, que es el ambiente que hace surgir una acción verdaderamente educativa: los padres han de procurar hacerse amigos de los hijos. Así lo aconsejaba San Josemaría reiteradamente: No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable?(2).

 

A primera vista no es fácil entender qué puede significar “hacerse amigo de los hijos”. La amistad se supone entre pares, entre iguales, y esa igualdad contrasta con la asimetría natural de la relación paterno-filial.

 

Siempre es mucho más lo que los hijos reciben de los padres que lo que eventualmente pueden llegar a darles. Nunca será posible saldar la deuda que tienen con ellos. Los padres no suelen pensar que se sacrifican por sus hijos cuando de hecho lo hacen; no ven como privación lo que para sus hijos es regalo. Reparan poco en sus propias necesidades o, más bien, convierten en propias las necesidades de sus hijos. Llegarían a dar la vida por ellos y, de hecho, ordinariamente la están dando sin advertirlo. Es muy difícil encontrar una gratuidad mayor entre personas.

 

Sin embargo, también es verdad que los padres se enriquecen con los hijos; la paternidad es siempre una experiencia novedosa, como lo es la persona misma. Los padres reciben algo muy importante de sus hijos: en primer lugar, cariño, algo que ningún otro podrá darles por ellos, pues cada persona es única; y, además, la oportunidad de salir de sí mismos, de “expropiarse” en la entrega al otro –el marido a su mujer, la mujer al marido, y ambos a los hijos–, y así crecer como personas.

 

La persona sólo puede hallar su plenitud en el amor. Como enseña el Concilio Vaticano II, «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»?(3). Dar y recibir amor es lo único que alcanza a llenar la vida humana de contenido y “peso”: «amor meus, pondus meum», dice San Agustín?(4). Ahora bien, el amor es más vivo en quien es capaz de pasarlo mal por la persona que quiere, que en quien sólo es capaz de pasarlo bien con él.

 

El amor entraña siempre sacrificio, y es lógico que generar esa atmósfera de confianza y amistad con los hijos lo requiera también. El ambiente de una familia se debe construir, no es algo que uno se encuentre dado. Esto no implica que se trate de un proyecto difícil, o que requiera una especial preparación: supone estar atento a los pequeños detalles, saber manifestar en gestos el amor que se lleva dentro.

 

El entorno familiar se relaciona en primer lugar con el cariño que se tienen y muestran los esposos: podría decirse que el cariño que reciben los hijos es la sobreabundancia del que se muestran los padres. De ese ambiente viven los niños, aunque quizá lo perciben sin ser conscientes de su existencia.

 

Lógicamente, esa armonía se vuelve aún más importante cuando se trata de acciones que afectan directamente a los hijos. En el campo de la educación, es capital que los padres marchen al unísono: por ejemplo, una medida tomada por uno de los dos, debe ser secundada por el otro; si la contraría, se educa mal.

 

También los padres han de educarse entre sí, y educarse para educar. Un padre y una madre maleducados difícilmente serán buenos educadores. Han de crecer cuidando su vinculación matrimonial, mejorando sus virtudes. Buscando juntos refuerzos positivos para los hijos.

 

EDUCAR PARA LA AMISTAD

 

La confianza es el “caldo de cultivo” de la amistad. Y la amistad, a su vez, crea un ambiente amable y confiado, seguro, sereno; genera un clima que no sólo hace posible una adecuada comunicación entre los cónyuges, sino que facilita también el intercambio con los hijos y entre los hijos.

 

En este sentido, son distintos los conflictos entre los cónyuges que entre los hermanos. Es frecuente, y hasta normal, que haya peleas entre éstos; todos, de un modo u otro, competimos por los recursos, más aún si son limitados: cada hermano querría ir siempre de la mano de su madre, o en el asiento delantero del coche, o ser el preferido de su padre, o ser el primero en desempaquetar el juguete nuevo. Pero esas riñas pueden resultar también muy educativas y ayudar a la socialización. Dan a los padres ocasión para enseñar a querer el bien del otro, a perdonar, a saber ceder o a mantener la posición, si es necesario. Las relaciones con los demás hermanos, bien enfocadas, hacen que el cariño natural a la propia familia refuerce la educación en virtudes, y forja una amistad que durará toda la vida.

 

Pero en la familia también hay que plantear cómo se refuerza la amistad entre los cónyuges. Con frecuencia, las discusiones en el seno del matrimonio suelen estar originadas por defectos en la comunicación. Las causas pueden ser muy variadas: una distinta forma de ver las cosas, haber permitido que la rutina se adueñe del día a día, dejar que salga a flote un momento de mal humor… En cualquier caso, se ha perdido el hilo del diálogo.

 

Es preciso examinarse, pedir perdón y perdonar. Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean –lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones– que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras?(5).

 

Lo que esperan los hijos de los padres no es que sean muy inteligentes o especialmente simpáticos, o que les den acertadísimos consejos; ni tampoco que sean grandes trabajadores o les llenen de juguetes, o les permitan gozar de estupendas vacaciones.

 

Lo que los hijos desean de verdad es ver que sus padres se quieren y se respetan, y que los quieren y los respetan; que les dan un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años?(6).

 

Ciertamente, como decía San Josemaría, la familia es el primer negocio y el más fecundo de los padres, si se lleva con criterio. Supone un empeño constante por crecer en la virtud, y un esfuerzo ininterrumpido para no bajar la guardia. La dificultad está en cómo conseguirlo: ¿cómo dar un testimonio válido del sentido de la vida?; ¿cómo mantener en cada momento una conducta coherente?; en definitiva, ¿cómo educar para la amistad o, dicho de otro modo, para el amor, para la felicidad?

 

Ya se ha apuntado que el mismo amor que los cónyuges se manifiestan y saben dar a los hijos responde en parte a estas preguntas. Además, hay dos aspectos de la educación especialmente significativos en vistas al crecimiento de la persona y a su capacidad de socialización y, por tanto, referidos directamente a su felicidad. Motivos heterogéneos, pero cada uno relevante a su manera.

 

El primero, que en ocasiones no se valora suficientemente, es el juego. Enseñar al hijo a jugar supone tantas veces sacrificio y dedicación de tiempo, un bien escaso que todos queremos exprimir, también para descansar.

 

Sin embargo, el tiempo de los padres es uno de los más grandes dones que el hijo podrá recibir; es muestra de cercanía, un modo concreto de amar. Sólo por esto, el juego ya contribuye a generar un ambiente de confianza que desarrolla la amistad entre padres e hijos. Pero además, el juego crea actitudes fundamentales que están en la base de las virtudes necesarias para afrontar la existencia.

 

El segundo campo es el de la personalidad misma: el modo de ser del padre y de la madre, en su diversidad, templan el carácter y la identidad del niño o de la niña. Si los padres están presentes e intervienen positivamente en la educación de los hijos –sonriendo, preguntando, corrigiendo, sin desánimos–, les enseñarán, casi como por ósmosis, un modelo de ser persona, de cómo comportarse y enfrentar la vida.

 

Si luchan por ser mejores, por escuchar, por mostrarse alegres y amables, ofrecen a sus hijos una respuesta gráfica a la pregunta sobre cómo llevar una existencia feliz, con los límites de aquí abajo.

 

Esta influencia llega a lo más profundo del ser, y su importancia e implicaciones sólo se aprecian a medida que pasa el tiempo. En los modelos que padre y madre ofrecen, el hijo descubre qué aporta ser hombre o ser mujer en la configuración de un verdadero hogar; descubre también que la felicidad y la alegría son posibles gracias al amor mutuo; aprecia que el amor es una realidad noble y elevada, compatible con el sacrificio.

 

En definitiva, de modo natural y espontáneo, el ambiente familiar hace que el hijo ponga en su vida los puntos firmes que le ayudarán a orientarse para siempre, a pesar de las desviaciones que puedan imperar en la sociedad. La familia es el lugar privilegiado para experimentar la grandeza del ser humano.

 

Todo lo dicho constituye un aspecto peculiar de ese amor sacrificado de los padres. Por un lado, han experimentado la alegría de perpetuarse. Por otro, constatan el crecimiento de quien poco a poco va dejando de ser parte de ellos para ser, cada vez más, él mismo.

 

También los padres maduran como padres en la medida en que ven con alegría crecer a sus hijos y depender menos de ellos. A partir de unas raíces vitales –que siempre permanecerán– se va operando el paulatino y natural desgajamiento de una nueva biografía que se despliega inédita, y que puede no corresponder a las expectativas que se alimentaron, incluso antes del nacimiento.

 

La educación de los hijos, su crecimiento, su maduración, hasta su independencia, se afrontará con más facilidad si el matrimonio fomenta también un ambiente de amistad con Dios. Cuando la familia se sabe una iglesia doméstica?(7), el niño asimila con sencillez algunas prácticas de piedad, pocas y breves, aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres?(8).

 

J.M. Barrio y J.M. Martín

 

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1. Col 3, 21.

 

2. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 27.

 

3. Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.

 

4. San Agustín, Confesiones, XIII, 10.

 

5. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 28.

 

6. Ibid.

 

7. Cfr. 1 Co 16, 19.

 

8. San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 103.

 

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Educar en templanza y sobriedad (2)

«Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad». Segundo editorial sobre cómo educar a los adolescentes en la templanza.

 

La adolescencia ofrece nuevas posibilidades para educar en la templanza, pues el joven tiene una mayor madurez, y esto facilita la adquisición de virtudes, que requieren interiorizar hábitos de comportamiento y motivos. Si bien el niño puede acostumbrarse a hacer cosas buenas, sólo cuando llega a una cierta madurez afectiva e intelectual puede profundizar en el sentido de las propias acciones, y valorar sus consecuencias.

 

En la adolescencia es importante explicar el porqué de algunos comportamientos, percibidos quizá por el joven como formalismos; o de algunos límites que conviene poner a la conducta, y que tal vez vean como meras prohibiciones. En definitiva, hemos de aprender a dar razones válidas por las que merece la pena ser templados. Por ejemplo, en la mayoría de los casos, no será argumento suficiente hablar de la necesidad de moderarse (sobre todo en el campo de las diversiones, contraponiéndolo al estudio) para lograr un futuro profesional seguro y brillante; pues, aunque se trate de un razonamiento legítimo, de suyo hace hincapié en una realidad lejana y sin interés para muchos jóvenes.

 

Es más eficaz mostrar cómo la virtud es atractiva ya ahora, haciendo presentes los ideales magnánimos que llenan sus corazones, los motivos que les mueven, sus grandes amores: la generosidad con los necesitados, la lealtad hacia sus amigos, etc. Nunca se debería dejar de señalar que la persona templada y sobria es quien mejor puede ayudar a los demás. Quien es señor de sí mismo posee maravillosas posibilidades para entregarse al servicio del prójimo y de Dios, y alcanzar así la máxima felicidad y paz que se puede lograr en esta tierra.

 

Además, la adolescencia presenta circunstancias nuevas en las que ser sobrio y templado. La curiosidad natural de quien progresivamente ha ido aprendiendo a estrenarse en la vida y a caminar por el mundo, se junta con una nueva sensación de dominio sobre el propio futuro. Aparece así un afán de probar y experimentar todo, que fácilmente se identifica con la libertad. Quieren sentirse, de algún modo, libres de coacción, de modo que comentarios o referencias a horario, orden, estudio, gastos quizá son percibidos como “injustas imposiciones”.

 

Por otra parte, esta visión tan generalizada en el ambiente actual está promovida y potenciada, en muchos casos, por una multitud de intereses comerciales que tratan de convertir esos afanes juveniles en un gran negocio.

 

Es el momento para que los padres no se dejen sobreponer por las circunstancias, piensen en positivo, busquen soluciones creativas, razonen junto a los hijos, les acompañen en la búsqueda de la verdadera libertad interior, ejerciten la paciencia, y recen por ellos.

 

UNA CLAVE DE FELICIDAD

 

Buena parte de la publicidad en las sociedades occidentales se dirige a los jóvenes, que han aumentado en los últimos años notablemente su capacidad adquisitiva. Las distintas marcas difunden sus modas proponiendo estilos de vida con los que algunos se identifican, al tiempo que otros se diferencian.

 

La “posesión” de objetos de una determinada marcasirve, de algún modo, como englobante social; uno es aceptado en el grupo, se siente integrado, aunque no sea tanto por lo que se es sino por lo que tiene y representa ante los demás. El consumo en los adolescentes, con frecuencia, no está determinado tanto por el deseo de tener (como en los niños), como por un modo de expresar la personalidad o de manifestar mejor su posición en el mundo, a través de los amigos.

 

Junto a estos motivos, la sociedad de consumo incita a que las personas no se conformen con lo que tienen, a que prueben lo último que se les ofrece. Se diría que están obligadas a cambiar de ordenador o de automóvil cada año, a adquirir el último teléfono móvil –o una determinada prenda de vestir que después casi no se usa–, a acumular, por la mera satisfacción que da poseer, música, películas, o programas informáticos del más diverso tipo. Son personas guiadas por la emoción que produce comprar, consumir; han perdido el dominio sobre sus propias pasiones.

 

Evidentemente, no toda la culpa es de la publicidad o del ambiente. Quizá los educadores no han sido suficientemente incisivos. Por eso, conviene que los padres, y en general quienes de un modo u otro se dedican a la formación, se pregunten con frecuencia cómo hacer mejor esta labor, que es la más importante de todas, pues de ella depende la felicidad de las generaciones futuras, y la justicia y la paz en la sociedad.

 

Los padres deben ser conscientes de que el tren de vida y de gastos se refleja en el clima familiar. Como en todo, se requiere ejemplaridad, de forma que los hijos perciban, desde pequeños, que vivir conforme a la propia posición social no conlleva caer en el consumismo o en el derroche. Por ejemplo, antes en algunos países se decía que “el pan es de Dios, y por eso no se tira”. Es un modo concreto de hacer entender que hay que comer con el estómago y no con los ojos, y que se debe terminar todo lo que se sirve, con agradecimiento, porque hay muchas personas que pasan necesidad; e, implícitamente, que todo lo que recibimos y poseemos –el pan nuestro de cada día– es don que hemos de utilizar y administrar como tal.

 

Es comprensible el afán de evitar que los hijos carezcan de lo que tienen otros, o de que dispongan de lo que a nosotros nos faltó cuando éramos pequeños; pero no es lógico darles todo. Así se fomentan las comparaciones, un deseo malo de emulación, que, si no se modera, puede degenerar en una mentalidad materialista.

 

La sociedad en la que vivimos está repleta de grados, de categorías y estadísticas que más o menos conscientemente nos incitan a competir. Dios nuestro Señor no hace comparaciones. Nos dice, hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo ; para Él todos somos predilectos, igualmente apreciados, queridos y valorados. Quizá ésta sea una de las claves de la educación a la felicidad: darnos cuenta nosotros, y ayudar a que los hijos comprendan, que siempre hay lugar para ellos en la casa del padre, que cada uno es querido porque sí, que se trata con el mismo amor, y de modo desigual, a los hijos desiguales .

 

Por lo demás, la formación en la sobriedad no se reduce a pura negación: hay que enseñarla en positivo, haciendo entender a los hijos cómo conservar y usar mejor lo que se tiene, la ropa, los juguetes. Darles responsabilidad, de acuerdo con la edad de cada uno: el orden en la habitación, el cuidado de los hermanos más pequeños, los encargos materiales en la casa (preparar el desayuno, comprar el pan, tirar la basura, poner la mesa…). Hacerles ver, con el ejemplo, que las eventuales carencias se llevan sin lamentarse, con alegría; estimulando su generosidad con los necesitados.

 

San Josemaría recordaba con gozo que su padre fue siempre, incluso después del revés económico sufrido, muy limosnero. Son aspectos del día a día que crean una atmósfera familiar en la que se nota que lo verdaderamente importante son las personas.

 

POSEER EL MUNDO Tú sé sobrio en todo : la breve instrucción de San Pablo a Timoteo vale en todos los tiempos y lugares. No es un criterio exclusivo para algunos llamados a una entrega particular, ni sólo algo que han de vivir los padres, pero que no se puede “imponer” a los hijos. Más bien se trata de que padres y educadores descubran y apliquen su significado a cada edad, a cada tipo de persona, y a cada circunstancia.

 

Requiere actuar con prudencia –poniendo los medios habituales de pensar las cosas, pedir consejo, etc.–, para saber acertar en las decisiones. Y si, a pesar de todo, las chicas o los chicos no comprendieran a la primera la conveniencia de alguna medida, y protestaran, después sabrán apreciarlo y lo agradecerán. Por eso, es necesario armarse de paciencia y fortaleza, pues en pocos terrenos como en éste es preciso ir contra corriente.

 

A este respecto, todos hemos de tener presente que no es criterio válido para hacer algo el hecho de que esté muy generalizado: No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto .

 

En este mismo sentido, conviene poner medida a lo que se da a los hijos; pues se aprende a ser sobrio sabiendo administrar lo que se tiene. Refiriéndose en concreto al dinero, San Josemaría advertía a los padres: El exceso de cariño hace que los aburgueséis bastante. Cuando no es papá, es mamá. Y cuando no, la abuelita. Y a veces, los tres, cada uno por su lado, y os guardáis el secreto. Y el chico, con los tres secretos, puede perder el alma. Poneos de acuerdo. No seáis tacaños con los hijos, pero tened en cuenta la capacidad de cada uno, la serenidad de cada uno, la posibilidad de autogobernarse: y que no tengan nunca abundancia, hasta que la ganen ellos . Hay que enseñar a administrar el dinero, a comprar bien, a utilizar instrumentos –como el teléfono– cuyas facturas se pagan a final de mes, a reconocer cuándo se está gastando por el placer de gastar

 

De todas formas, el dinero es sólo un aspecto de la cuestión. Algo análogo sucede con el uso del tiempo. Una medida sobria en los espacios dedicados al entretenimiento a las aficiones o al deporte forma parte de una vida templada. La templanza en este campo permite liberar el corazón para dedicarse a cosas que nos ayudan a salir de nosotros mismos y nos permiten enriquecernos cultivando la vida de familia o las amistades. Por ejemplo, el estudio o el dedicar tiempo y dinero a los más necesitados, algo que conviene fomentar en los chicos ya desde pequeños.

 

TEMPLAR LA CURIOSIDAD, FOMENTAR EL PUDOR

 

La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia . Con estas palabras, San Josemaría sintetiza los frutos de la templanza y los asocia a una virtud muy particular: el recato, que podríamos entender como una modalidad del pudor y de la modestia.

 

“Modestia” y “pudor” son partes integrantes de la virtud de la templanza , pues otro de los campos de esta virtud es, precisamente, la moderación del impulso sexual. «El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia, inspira la elección del vestido. Mantiene el silencio o la reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción» .

 

Sin duda, si el adolescente ha ido formando su voluntad durante la infancia, cuando llega el momento, posee ese natural recato que facilita encuadrar la sexualidad de un modo verdaderamente humano. Pero resulta importante que el padre –con los hijos– y  la madre –con las hijas– hayan sabido ganarse su confianza, para explicarles la belleza del amor humano cuando puedan comprenderlo.

 

Como aconsejaba San Josemaría, el papá tiene que hacerse amigo de los hijos. No tiene más remedio que esforzarse en esto, porque llega un momento en que los niños, si papá no les ha hablado, van con curiosidad –de una parte razonable y de otra malsana– a preguntar cuáles son los orígenes de la vida. Se lo preguntan a un amigote sinvergüenza, y entonces miran con asco a sus padres.

 

En cambio, si tú –porque lo has seguido desde niño y ves que es el momento– le dices noblemente, después de invocar al Señor, cuál es el origen de la vida, el niño irá a abrazar a mamá porque ha sido tan buena, y a ti te dará unos besos con toda su alma y dirá: ¡qué bueno es Dios!, que se ha servido de mis padres, dejándoles una participación en su poder creador. No lo dirá así la criatura, porque no sabe; pero lo sentirá. Y pensará que vuestro amor no es una cosa torpe, sino una cosa santa . Esto resultará más fácil si no eludimos las preguntas que con naturalidad van planteando los niños, y las respondemos conforme a su capacidad.

 

También, como sucedía cuando nos referíamos a educar la templanza en las comidas, el ejemplo resulta fundamental. No basta explicar; hay que mostrar con obras que «no conviene mirar lo que no es lícito desear» , velando por que todo en el hogar posea el tono que se respiraba en la casa de Nazaret.

 

En este sentido, la trivialización que en muchas sociedades actuales se hace de la sexualidad, requiere prestar atención a medios como la televisión, internet, los libros o videojuegos. No se trata de fomentar una especie de “temor reverencial” hacia esas realidades, sino de aprovecharlas como oportunidades educativas, enseñando a usarlas con sentido positivo y crítico, sin miedo a desechar lo que hace daño al alma, o transmite una visión deformada de la persona. Se debe tomar nota de lo evidente: Desde el primer momento, los hijos son testigos inexorables de la vida de sus padres. No os dais cuenta, pero lo juzgan todo, y a veces os juzgan mal. De manera que las cosas que suceden en el hogar influyen para bien o para mal en vuestras criaturas .

 

Si los hijos ven a sus padres cambiar de canal de televisión cuando aparece una noticia escabrosa, un anuncio de bajo tono o una escena inconveniente en una película. Si aprecian que se informan sobre los contenidos morales de un espectáculo o un libro antes de verlo o leerlo, se les está transmitiendo el valor de la pureza. Si se dan cuenta, cuando van por la calle, que sus padres –o educadores– no prestan atención a determinadas publicidades –o incluso les enseñan a no curiosear y a desagraviar–, los hijos asimilan que la pureza del corazón es algo que vale la pena, que merece ser protegido, y que de algún modo forma parte del ambiente familiar en el que viven. «Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» .

 

Sin embargo, velar por el ambiente no es –propiamente– educar en la templanza. Es una condición indispensable para la vida cristiana, pero la virtud no se educa sólo “evitando el mal” –aspecto inseparable de la vida de la gracia en general–, sino moderando los placeres, que en principio son en sí mismos buenos. Por eso, aún más importante es enseñar a usar las cosas y los instrumentos que se tienen a disposición, por muy buenos que sean sus contenidos.

 

Es evidente que ver indiscriminadamente la televisión, aunque sea en familia, acaba por disolver el ambiente del hogar. Peor aún cuando cada habitación tiene su propio aparato, y cada uno “se encierra” para ver sus programas favoritos. Algo análogo podría decirse del uso indiscriminado (a veces, compulsivo) de teléfonos celulares u ordenadores.

 

Como en todo, un empleo sobrio de estos instrumentos por parte de padres y educadores enseña a los chicos a hacer lo mismo. Con el agravante de que, en el caso de los padres, pasar horas ante el televisor “para ver qué hay”, no sólo acaba siendo un mal ejemplo, sino que redunda en una falta de atención a los hijos, que ven a sus padres más atentos –al menos, eso les parece– a unas personas extrañas que a ellos mismos.

 

Si la templanza es señorío, conviene recordar que ¡no hay mejor señorío que saberse en servicio: en servicio voluntario a todas las almas! –Así es como se ganan los grandes honores: los de la tierra y los del Cielo .

 

La templanza permite emplear el corazón y las capacidades de la persona en servir al prójimo, en amar, clave única de la verdadera felicidad. San Agustín, que tuvo mucho que luchar contra los reclamos de la destemplanza, lo explicaba así: «Pongamos nuestra atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven atrapados en las redes de los mayores errores y aflicciones» .

 

J. De la Vega, J.M. Martín

 

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Lc , 15, 31.

 

San Josemaría, Surco , n. 601.

 

2 Tm 4, 4.

 

Rm 12, 2.

 

San Josemaría, Tertulia en el IESE (Barcelona), 27-XI-1972. Vid. http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-e…

 

San Josemaría, Amigos de Dios , n. 84.

 

Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2521.

 

Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2522.

 

San Josemaría, Tertulia en el Colegio Enxomil (Oporto) , 31-X-1972.

 

San Gregorio Magno, Moralia , 21.

 

San Josemaría, Tertulia en Pozoalbero (Jerez de la Frontera), 12-XI-1972. Vid. http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos

 

Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2524.

 

San Josemaría, Forja , n. 1045.

 

San Agustín, Las costumbres de la Iglesia Católica , cap. 19.

 

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Educar en templanza y sobriedad (I)

«Tened valor para educar en la austeridad -decía san Josemaría a un grupo de familias-; si no, no haréis nada». Sobre esta virtud se centra este nuevo texto editorial de la serie dedicada a la familia.

 

En la labor de educación, cuando los padres niegan a sus hijos algún deseo, es fácil que éstos pregunten por qué no pueden seguir la moda, o comer algo que no les gusta, o qué les impide pasar horas navegando por internet, o jugando en el ordenador. La respuesta que viene espontánea puede ser, simplemente, “porque no nos podemos permitir ese gasto” o “porque debes terminar tus tareas” o, en el mejor de los casos, “porque acabarás siendo un caprichoso”.

 

Son respuestas hasta cierto punto válidas, al menos para salir de un momentáneo atolladero, pero que sin pretenderlo pueden ocultar la belleza de la virtud de la templanza, haciendo que aparezca ante los hijos como una simple negación de lo que atrae.

 

Por el contrario, como cualquier virtud, la templanza es fundamentalmente afirmativa. Capacita a la persona para hacerse dueña de sí misma, pone orden en la sensibilidad y la afectividad, en los gustos y deseos, en las tendencias más íntimas del yo: en definitiva, nos procura el equilibrio en el uso de los bienes materiales, y nos ayuda a aspirar al bien mejor. De modo que, de acuerdo con Santo Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la vida sensible y espiritual. No en balde, si se leen con atención las bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas están relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con paciencia la injusticia: la templanza encauza las energías humanas para mover el molino de todas las virtudes.

 

SEÑORÍO  

 

El cristianismo no se limita a decir que el placer es algo “permitido”. Lo considera, más bien, como algo positivamente bueno, pues Dios mismo lo ha puesto en la naturaleza de las cosas, como resultado de la satisfacción de nuestras tendencias. Pero esto es compatible con la conciencia de que el pecado original existe, y ha desordenado las pasiones. Todos comprendemos bien por qué San Pablo dice hago el mal que no quiero; es como si el mal y el pecado hubiesen sido injertados en el corazón humano que, después de la caída original, se halla en la tesitura de tener que defenderse de sí mismo. Ahí se revela la función de la templanza, que protege y orienta el orden interior de las personas.

 

Uno de los primeros puntos de Camino puede servir para encuadrar el lugar de la templanza en la vida de las mujeres y de los hombres: Acostúmbrate a decir que no. San Josemaría explicaba a su confesor el sentido de este punto, señalando que es más sencillo decir que sí: a la ambición, a los sentidos…. En una tertulia, comentaba que cuando decimos que sí, todo son facilidades; pero cuando hemos de decir que no, viene la lucha, y a veces no viene la victoria en la lucha, sino la derrota. Por lo tanto, nos hemos de acostumbrar a decir que no para vencer en esa lucha. Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero.

 

Decir que no, en muchas ocasiones, conlleva una victoria interna que es fuente de paz. Es negarse a lo que aleja de Dios –a las ambiciones del yo, a las pasiones desordenadas–; es la vía imprescindible para afirmar la propia libertad; es un modo de colocarse en el mundo y frente al mundo.

 

Cuando alguien dice que sí a todos y a todo lo que le rodea o le apetece, cae en el anonimato; de alguna forma se despersonaliza; es como un muñeco movido por la voluntad de otros. Tal vez hayamos conocido a alguna persona que es así, incapaz de decir que no a los impulsos del ambiente o a los deseos de quienes le rodean. Son personas aduladoras en las que el aparente  afán de servicio revela falta de carácter o, incluso, hipocresía; son personas incapaces de complicarse la vida con un “no”.

 

Porque quien dice que sí a todo, en el fondo, demuestra que, aparte de sí mismo, poco le importa. Quien, en cambio, sabe que guarda un tesoro en su corazón, lucha contra lo que se le opone. Por eso, “decir que no” a algunas cosas es, sobre todo, comprometerse con otras, situarse en el mundo, declarar ante los demás la propia escala de valores, su forma de ser y de comportarse. Supone –cuanto menos– querer forjar el carácter, comprometerse con lo que realmente se estima, y darlo a conocer con las propias acciones.

 

La expresión de algo o alguien “bien templado” produce una idea de solidez, de consistencia: Templanza es señorío. Señorío que se logra cuando se es consciente de que no todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.

 

El hombre acaba dependiendo de las sensaciones que el ambiente despierta en él, y buscando la felicidad en sensaciones fugaces, falsas, que –precisamente por ser pasajeras– nunca satisfacen. El destemplado no puede encontrar la paz, va dando bandazos de una parte a otra, y acaba por empeñarse en una búsqueda sin fin, que se convierte en una auténtica fuga de sí mismo. Es un eterno insatisfecho, que vive como si no pudiera conformarse con su situación, como si fuera necesario buscar siempre una nueva sensación.

 

En pocos vicios se ve mejor que en la destemplanza la servidumbre del pecado. Como dice el Apóstol, en su desesperación se entregaron al desvarío. El destemplado parece haber perdido el control de sí mismo, volcado como está en buscar sensaciones. Por el contrario, la templanza cuenta entre sus frutos con la serenidad y el reposo. No acalla ni niega los deseos y pasiones, pero hace al hombre verdaderamente dueño, señor. La paz es «tranquilidad en el orden», sólo se encuentra en un corazón seguro de sí mismo, y dispuesto a darse.

 

TEMPLANZA Y SOBRIEDAD  

 

¿Cómo se puede enseñar la virtud de la templanza? En numerosas ocasiones, San Josemaría ha abordado la cuestión, haciendo hincapié en dos ideas fundamentales: para educar son necesarias la fortaleza y el ejemplo, y promover la libertad. Así, comentaba que los padres deben enseñar a sus hijos a vivir con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana, es decir, cristiana. Es difícil, pero hay que ser valientes: tened valor para educar en la austeridad; si no, no haréis nada.

 

De lo dicho anteriormente, resulta que es indudable la importancia de esta virtud; pero puede parecer sorprendente que San Josemaría considere que una vida espartana sea sinónimo de algo cristiano, o al revés, que lo cristiano se explique por lo espartano. Parece que la solución de la paradoja está en relacionar la vida espartana con la importancia que tiene la valentía –parte de la virtud de la fortaleza– para educar la templanza.

 

Además, aquí se han de distinguir dos sentidos de valentía: en primer lugar, es preciso ser valiente para asumir personalmente ese modo de vida espartano –es decir, cristiano–. Nadie da lo que no tiene, y más si se considera que para enseñar la virtud de la templanza es capital el ejemplo y la experiencia propia. Precisamente por tratarse de una virtud cuyas acciones se dirigen al desprendimiento, resulta fundamental que los educandos vean ante sí sus efectos.

 

Si quienes son sobrios transmiten alegría y paz de ánimo, los hijos tendrán un incentivo para imitar a sus padres. El modo más sencillo y natural de transmitir esta virtud es el ambiente familiar, sobre todo cuando los niños son pequeños. Si ven que los padres renuncian con elegancia a lo que a ellos les parece un capricho, o sacrifican su propio descanso por atender a la familia –por ejemplo, por ayudarles con las tareas del Colegio, o a bañar o dar de comer a los pequeños o a jugar con ellos–, asimilarán el sentido de esas acciones y las relacionarán con la atmósfera que se respira en el hogar.

 

En segundo lugar, también hace falta valentía para proponer la virtud de la templanza, como un estilo de vida bueno y deseable. Es cierto que cuando los padres viven de un modo sobrio, será más fácil sugerirla a través de comportamientos concretos. Pero a veces, les puede venir la duda de hasta qué punto no están interfiriendo en la legítima libertad de los hijos, o imponiéndoles, sin derecho, el propio modo de vivir. Incluso cabe que se planteen si es eficaz imponer o mandar algo que no parece que los hijos puedan o no quieran asumir. Si se les niega un antojo, ¿no permanece el deseo, máxime cuando sus amigos tienen eso? ¿No se fomenta así que se sienta “discriminado” en sus relaciones sociales? O, aún peor, ¿no es una ocasión para que se distancie de sus padres, y que sea insincero?

 

En el fondo, si somos realistas, nos damos cuenta de que ninguno de estos motivos es suficientemente convincente. Cuando uno se comporta con sobriedad, descubre que la templanza es un bien, y que no se trata de cargar absurdamente a los hijos con un fardo insoportable, sino de prepararles para la vida. La sobriedad no es simplemente un modelo de conducta que uno “elige” y que no se puede imponer a nadie, sino que es una virtud necesaria para poner un poco de orden en el caos que el pecado original ha introducido en la naturaleza humana.

 

Se trata de ser conscientes de que toda persona, por tanto, ha de luchar por adquirirla, si quiere ser dueño y señor de sí mismo. Es preciso convencerse de que no basta el buen ejemplo para educar. Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse –y pedir al Señor la fuerza para hacerlo– a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño –ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia– reclaman.

 

LIBERTAD Y TEMPLANZA

 

Por lo demás, se trata de educar en templanza y libertad al mismo tiempo: son dos ámbitos que se pueden distinguir, pero no separar; sobre todo, porque la libertad “atraviesa” todo el ser de la persona y está en la base de la educación misma. La educación se dirige a que cada cual se capacite para tomar libremente las decisiones acertadas que configurarán su vida.No se educa con una actitud protectora en la que, de hecho, los padres acaban suplantando la voluntad del niño y controlando cada uno de sus movimientos. Ni tampoco con una acción tan excesivamente autoritaria que no deja espacio al crecimiento de la personalidad y del propio criterio. En ambos casos, el resultado final se parecerá más a un sucedáneo de nosotros mismos o a un caricatura de persona sin carácter.

 

Lo acertado es ir dejando que el hijo vaya tomando sus decisiones de modo acorde con su edad; y que aprenda a elegir haciéndole ver las consecuencias de sus actos, a la vez que percibe el apoyo de sus padres –y de quienes intervienen en su educación– para acertar en lo que elige o, eventualmente, para rectificar una decisión errada.

 

Un sucedido que San Josemaría contó en diversas ocasiones sobre su infancia resulta ilustrativo: sus padres no transigían con sus caprichos; y ante una comida que no le gustaba, su madre –en vez de prepararle otra cosa– señalaba que ya comería del segundo plato… Así, hasta que un día el niño lanzó la comida contra la pared… y sus padres la dejaron manchada varios meses, de modo que tuviese bien presentes las consecuencias de su acción.

 

La actitud de los padres de San Josemaría refleja cómo se puede conjuntar el respeto por la libertad del hijo con la necesaria fortaleza para no transigir a lo que son meros caprichos. Lógicamente, el modo de afrontar cada situación será diverso. En educación, no hay recetas generales; lo que cuenta es buscar lo mejor para el educando y tener claras –por haberlas experimentado– cuáles son las cosas buenas que hay que enseñarle a querer, y cuáles son las cosas que le pueden resultar dañinas. En todo caso, conviene mantener y promover el principio del respeto a la libertad: es preferible equivocarse en algunas situaciones que imponer siempre el propio juicio; más aún si los hijos lo perciben como algo poco razonable o incluso arbitrario.

 

Esa pequeña anécdota del “plato roto” nos proporciona, además, la ocasión para reparar en uno de los primeros campos en los que cabe educar la virtud de la templanza: el de las comidas. Todo lo que se haga por fomentar las buenas maneras, la moderación y la sobriedad ayuda a adquirir esta virtud.

 

Ciertamente, cada edad presenta circunstancias específicas que hacen que la formación deba afrontarse de modos diversos. La adolescencia requerirá más la mesura en las relaciones sociales que la infancia, a la vez que permitirá racionalizar mejor los motivos que llevan a vivir de un modo u otro, pero la templanza en las comidas puede desarrollarse desde niños con relativa facilidad, dotándole de unos recursos –fortaleza en la voluntad y autodominio– que le serán de indudable utilidad cuando llegue el momento de luchar con templanza en la adolescencia.

 

Así, por ejemplo, preparar menús variados, saber cortar caprichos o rarezas, animar a terminar la comida que no gusta, a no dejar nada de lo que se han servido en el plato, enseñar a usar los cubiertos o a esperar que se sirvan todos antes de empezar a comer, son modos concretos de fortalecer la voluntad del niño. Además, durante la infancia, el clima familiar de sobriedad que tratan de vivir los padres –¡valientemente sobrios!– se transmite como por ósmosis, sin que se tenga que hacer nada especial.

 

Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder. En el momento adecuado, se darán las explicaciones del porqué se actúa así, de forma que puedan entenderlas: relacionándolo con el bien de la propia salud, o para ser generosos y demostrar el cariño que se tiene al hermano, o como un modo de ofrecer un pequeño sacrificio a Jesús… motivos que muchas veces los niños entienden mejor de lo que los adultos pensamos.

 

J.M. Martín y J. De la Vega

 

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Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1809.

 

Cfr. Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 141, aa. 4, 6, y S. Th. I, q. 76, a. 5.

 

Cfr. Mt 5, 3-11.

 

Rm 7, 19.

 

San Josemaría, Camino, n. 5.

 

San Josemaría, Autógrafo, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

 

San Josemaría, Tertulia, 28-X-1972, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 20043, p. 221.

 

Cfr. Mt 6, 21.

 

San Josemaría, Amigos de Dios, n. 84.

 

Ef 4, 19.

 

San Agustín, De civitate Dei, 19, 13.

 

San Josemaría, Tertulia en el Colegio Castelldaura (Barcelona), 28-XI-1972. Vid. http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-e…

 

Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I), Rialp, Madrid 1997, p. 33.

 

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Educar el corazón

Los sentimientos se forman de un modo especial durante la niñez. A aprender a amar se aprende desde niños, y los principales maestros son los padres, como se señala en este texto editorial sobre la familia.

 

La educación es un derecho y un deber de los padres que prolonga, de algún modo, la generación; se puede decir que el hijo, en cuanto persona, es el fin primario al que tiende el amor de los esposos en Dios. La educación aparece así como la continuación del amor que ha traído a la vida al hijo, donde los padres buscan darle los recursos para que pueda ser feliz, capaz de asumir su lugar en el mundo con garbo humano y sobrenatural.

 

Los padres cristianos ven en cada hijo una muestra de la confianza de Dios, y educarlos bien es –como decía San Josemaría– el mejor negocio ; un negocio que comienza en la concepción y da sus primeros pasos en la educación de los sentimientos, de la afectividad. Si los padres se aman y ven en el hijo la culminación de su entrega, lo educarán en el amor y para amar; dicho de otro modo: corresponde a los padres primariamente educar la afectividad de los hijos, normalizar sus afectos, lograr que sean niños serenos.

 

Los sentimientos se forman de un modo especial durante la niñez. Después, en la adolescencia, pueden producirse las crisis afectivas, y los padres han de colaborar para que los hijos las solucionen. Si de niños han sido criados apacibles, estables, superarán con más facilidad esos momentos difíciles. Además, el equilibrio emocional favorece el crecimiento de los hábitos de la inteligencia y la voluntad; sin armonía afectiva, es más difícil el desarrollo del espíritu.

 

Lógicamente, una condición imprescindible para edificar una buena base sentimental-afectiva es que los mismos padres traten de perfeccionar su propia estabilidad emocional. ¿Cómo? Mejorando la convivencia familiar, cuidando su unión, demostrando –con prudencia– su amor mutuo delante de los hijos. Sin embargo, a veces uno se inclina a pensar que los afectos o los sentimientos desbordan el ámbito educativo familiar; quizá porque parece que son algo que sucede , que escapan a nuestro control y no podemos cambiar. Incluso se llega a verlos desde una perspectiva negativa; pues el pecado ha desordenado las pasiones, y éstas dificultan el obrar racionalmente.

 

EN EL ORIGEN DE LA PERSONALIDAD

 

Esta actitud pasiva o hasta negativa, presente en muchas religiones y tradiciones morales, contrasta fuertemente con las palabras que Dios dirigió al profeta Ezequiel: les daré un corazón de carne, para que sigan mis preceptos, guarden mis leyes y las cumplan . Tener un corazón de carne, un corazón capaz de amar, se presenta como una realidad creada para seguir la voluntad divina: las pasiones desordenadas no serían tanto un fruto del exceso de corazón como la consecuencia de poseer un mal corazón, que debe ser sanado. Así lo confirmó Jesucristo: el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca . Del corazón salen las cosas que hacen impuro al hombre , pero también todas las buenas.

 

El hombre necesita de los afectos, pues son un poderoso motor para la acción. Cada uno tiende hacia lo que le gusta, y la educación consiste en ayudar a que coincida con el bien de la persona. Cabe comportarse de modo noble y con pasión: ¿qué hay más natural que el amor de una madre por su hijo?, ¡y cómo empuja ese cariño a tantos actos de sacrificio, llevados con alegría!.Y, ante una realidad que resulta, por cualquier motivo, desagradable, ¡cuánto más fácil es rehuirla!: en un determinado momento, percibir la “fealdad” de una acción mala puede ser un motivo más fuerte para no cometerla que miles de razonamientos.

 

Evidentemente, esto no debe confundirse con una visión sentimentalista de la moralidad. No se trata de que la vida ética y el trato con Dios deban abandonarse a los sentimientos. Como siempre, el modelo es Cristo: en Él, perfecto Hombre, vemos cómo afectos y pasiones cooperan al recto obrar: Jesús se conmueve ante la realidad de la muerte, y obra milagros; en Getsemaní, encontramos la fuerza de una oración que da cauce a vivísimos sentimientos; incluso le invade la pasión de la ira –buena aquí–, cuando restituye al Templo su dignidad . Cuando se desea de verdad algo, es normal que el hombre se apasione. Por el contrario, resulta poco agradable ver a alguien hacer las cosas por cumplir, con desgana, sin poner el corazón en ellas. Pero esto no significa dejarse arrastrar por los afectos: si bien lo primero es poner la cabeza en lo que se hace, el sentimiento da cordialidad a la razón, hace que lo bueno sea agradable; la razón –por su parte– proporciona luz, armonía y unidad a los sentimientos.

 

FACILITAR LA PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN

 

En la constitución del hombre, las pasiones tienen como fin facilitar la acción voluntaria, más que difuminarla o dificultarla. «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Sal 84,3)» . Por eso, no es conveniente querer suprimir o “controlar” las pasiones, como si fueran algo malo o rechazable. Aunque el pecado original las haya desordenado, no las ha desnaturalizado, ni las ha corrompido de un modo absoluto e irreparable. Cabe orientar de modo positivo la emotividad, dirigiéndola hacia los bienes verdaderos: el amor a Dios y a los demás. De ahí que los educadores, en primer lugar los padres, deban buscar que el educando, en la medida de lo posible, disfrute haciendo el bien.

 

Formar la afectividad requiere, en primer lugar, facilitar a los hijos que se conozcan, y que sientan , de un modo proporcionado a la realidad que ha despertado su sensibilidad. Se trata de ayudar a superar, a trascender, aquel afecto hasta ver en su justa medida la causa que lo ha provocado. Quizá el resultado de esa reflexión será el intento de influir positivamente para modificar tal causa; en otras ocasiones –la muerte de un ser querido, una enfermedad grave–, la realidad no se podrá cambiar y será el momento de enseñar a aceptar los acontecimientos como venidos de la mano de Dios, que nos quiere como un Padre a su hijo. Otras veces, a raíz de un enfado, de una reacción de miedo, o de una antipatía, el padre o la madre pueden hablar con los hijos, ayudándoles a que entiendan –en la medida de lo posible– el porqué de esa sensación, de modo que puedan superarla; así se conocerán mejor a sí mismos y serán más capaces de poner en su lugar el mundo de los afectos.

 

Además, los educadores pueden preparar al niño o al joven para que reconozca –en ellos mismos y en los demás– un determinado sentimiento. Cabe crear situaciones, como son las historias de la literatura o del cine, a través de las cuales es posible aprender a dar respuestas afectivas proporcionadas, que colaboran a modelar el mundo emocional del hombre. Un relato interpela a quien lo ve, lee o escucha, y mueve sus sentimientos en una determinada dirección, y le acostumbra a un determinado modo de mirar la realidad. Dependiendo de la edad –en este sentido, la influencia puede ser mayor cuanto más pequeño sea el niño–, una historia de aventuras, o de suspense, o bien un relato romántico, pueden contribuir a reforzar los sentimientos adecuados ante situaciones que objetivamente los merecen: indignación frente la injusticia, compasión por los desvalidos, admiración respecto al sacrificio, amor delante de la belleza. Contribuirá, además, a fomentar el deseo de poseer esos sentimientos, porque son hermosos, fuentes de perfección y nobleza.

 

Bien encauzado, el interés por las buenas historias también educa progresivamente el gusto estético y la capacidad de discriminar las que poseen calidad. Esto fortalece el sentido crítico, y es una eficaz ayuda para prevenir la falta de tono humano, que a veces degenera en chabacanería y en descuido del pudor. Sobre todo en las sociedades del llamado primer mundo, se ha generalizado un concepto de “espontaneidad” y “naturalidad” que con frecuencia resulta ajeno al decoro. Quien se habitúa a ese tipo de ambientes –con independencia de la edad– acaba rebajando su propia sensibilidad y animalizando (o frivolizando) sus reacciones afectivas; los padres han de comunicar a sus hijos una actitud de rechazo a la vulgaridad, también cuando no se habla de cuestiones directamente sensuales.

 

Por lo demás, conviene recordar que la educación de la afectividad no se identifica con la educación de la sexualidad: ésta es sólo una parte del campo emotivo. Pero, ciertamente, cuando se ha logrado crear un ambiente de confianza en la familia será más fácil que los padres hablen con los hijos sobre la grandeza y el sentido del amor humano, y les den poco a poco, desde pequeños, los recursos –por la educación de los sentimientos y las virtudes– para orientar adecuadamente esa faceta de la vida.

 

UN CORAZÓN A LA MEDIDA DE CRISTO

 

En definitiva, la educación de las emociones trata de fomentar en los hijos un corazón grande, capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres, capaz de sentir las preocupaciones de los que nos rodean, saber perdonar y comprender: sacrificarse, con Jesucristo, por las almas todas . Una atmósfera de serenidad y exigencia contribuye como por ósmosis a dar confianza y estabilidad al complejo mundo de los sentimientos. Si los hijos se ven queridos incondicionalmente, si aprecian que obrar bien es motivo de alegría para sus padres, y que sus errores no llevan a que se les retire la confianza, si se les facilita la sinceridad y que manifiesten sus emociones… crecen con un clima interior habitual de orden y sosiego, donde predominan los sentimientos positivos (comprensión, alegría, confianza), mientras que lo que quita la paz (enfados, rabietas, envidias) se percibe como una invitación a acciones concretas como pedir perdón, perdonar, o tener algún gesto de cariño.

 

Hacen falta corazones enamorados de las cosas que valen realmente la pena; enamorados, sobre todo, de Dios . Nada ayuda más a que los afectos maduren que dejar el corazón en el Señor y en el cumplimiento de su voluntad: para eso, como enseñaba San Josemaría, hay que ponerle siete cerrojos, uno por cada pecado capital : porque en todo corazón hay afectos que son sólo para entregarlos a Dios, y la conciencia pierde la paz cuando los dirige a otras cosas. La verdadera pureza del alma pasa por cerrar las puertas a todo lo que implique dar a las criaturas o al propio yo lo que pertenece a Cristo; pasa por “asegurar” que la capacidad de amar y querer de la persona esté ajustada, no desarticulada. Por eso, la imagen de los siete cerrojos va más allá de la moderación de la concupiscencia, o de la preocupación excesiva por los bienes materiales: nos recuerda que es preciso luchar contra la vanidad, controlar la imaginación, purificar la memoria, moderar el apetito en las comidas, fomentar el trato amable con quienes nos irritan… La paradoja está en que, cuando se ponen “grilletes” al corazón, se aumenta su libertad de amar con todas sus fuerzas inalteradas.

 

La humanidad Santísima del Señor es el crisol en el que mejor se puede afinar el corazón y sus afectos. Enseñar a los hijos desde pequeños a tratar a Jesús y a su Madre con el mismo corazón y manifestaciones de cariño con que quieren a sus padres en la tierra favorece, en la medida de su edad, que descubran la verdadera grandeza de sus afectos y que el Señor se introduzca en sus almas. Un corazón que guarda su integridad para Dios, se posee entero y es capaz de donarse totalmente.

 

Desde esta perspectiva, el corazón se convierte en un símbolo de profunda riqueza antropológica: es el centro de la persona, el lugar en el que las potencias más íntimas y elevadas del hombre convergen, y donde la persona toma las energías para actuar. Un motor que debe ser educado –cuidado, moderado, afinado– para que encauce toda su potencia en la dirección justa. Para educar así, para poder amar y enseñar a amar con esa fuerza, es preciso que cada uno extirpe, de su propia vida, todo lo que estorba la Vida de Cristo en nosotros: el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la tendencia al lucimiento propio. Sólo reproduciendo en nosotros esa Vida de Cristo, podremos trasmitirla a los demás . Con la correspondencia a la gracia y la lucha personal, el alma se va endiosando y poco a poco el corazón se vuelve magnánimo, capaz de dedicar sus mejores esfuerzos en la consecución de causas nobles y grandes, en la realización de lo que se percibe como la voluntad de Dios.

 

En algunos momentos, el hombre viejo tratará de hacerse con sus fueros perdidos; pero la madurez afectiva –una madurez que, en parte, es independiente de la edad– hace que el hombre mire más allá de sus pasiones para descubrir qué las ha desencadenado y cómo debe reaccionar ante esa realidad. Y siempre contará con el refugio que le ofrecen el Señor y su Madre. Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María, para que te lo purifique de tanta escoria, y te lleve al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús .

 

J.M. Martín, J. Verdiá

 

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Ez 11, 19-20.

 

Lc 6, 45.

 

Cfr. Mc 7, 20-23.

 

Cfr. Mc 5, 40-43; 14, 32ss; 11, 15-17.

 

Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1770.

 

San Josemaría, Es Cristo que pasa , n. 158.

 

Cfr. San Josemaría, Surco , n. 795.

 

San Josemaría, Tertulia en La Lloma (Valencia), 7-I-1975, en P. Rodríguez (ed.), Camino . Edición crítico-histórica , Rialp, Madrid 20043, pág. 384; cfr. San Josemaría, Camino, n. 188.

 

San Josemaría, Es Cristo que pasa , n. 158.

 

San Josemaría, Surco , n. 830.

 

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La autoridad de los padres

Dios es el autor de la vida, y su bondad se manifiesta también en su autoridad, de la cual participa toda autoridad creada: en particular, la autoridad amorosa de los padres. Ciertamente, el ejercicio de esa autoridad parental no es siempre fácil. “Baja” necesariamente a aspectos muy concretos de la vida cotidiana.

 

Todos tenemos experiencia de que, a la hora de educar, «sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro» ; sin embargo, sabemos también que no siempre resulta fácil encontrar el equilibrio entre libertad y disciplina.

 

De hecho, muchos padres temen –tal vez las han sufrido ellos mismos– las consecuencias negativas que puede conllevar el imponer algo a los hijos: por ejemplo, que se deteriore la paz del hogar, o que rechacen una cosa que es buena en sí misma.

 

El papa Benedicto XVI señala el camino para solucionar el aparente dilema entre marcar normas y que los hijos las asuman con libertad. El secreto está en que «la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero» .

 

La luz de la autoridad

 

En efecto, ejercitar la autoridad no se puede confundir con el simple imponerse , ni con lograr ser obedecido a cualquier precio. Quien sigue una determinada autoridad no lo hace tanto por temor a ser castigado, sino porque ve en ella un punto de referencia que le sirve para conocer la verdad y el bien de las cosas, aunque a veces no acabe de comprenderlas. La autoridad guarda una estrecha relación con la verdad, porque la representa.

 

Desde esta perspectiva, la autoridad posee un sentido eminentemente positivo, y aparece como un servicio: es una luz que orienta a quien la sigue hacia el fin que busca. De hecho, etimológicamente, autoridad remite al verbo latino augere , que significa “hacer crecer”, “desarrollar”.

 

Quien reconoce una autoridad se adhiere, sobre todo, a los valores o verdades que representa: «el educador es un testigo de la verdad y del bien» , es decir, es la persona que ya ha descubierto y hecho propia la verdad a la que se aspira. El educando, por su parte, se fía del educador: no solo de sus conocimientos, sino también de que está dispuesto a ayudarle a alcanzar esas verdades.

 

El papel de los padres

 

Es obvio que los hijos esperan que los padres sean coherentes con los valores que quieren transmitirles, y que les manifiesten su amor. ¿Cómo pueden los padres alcanzar esa autoridad y ese prestigio que requiere su labor educativa? La autoridad posee un fundamento natural y surge espontáneamente en la relación entre padres e hijos: más que preocuparse por conseguirla, se trata de mantenerla y de ejercitarla bien.

 

Esto es claro cuando los hijos son pequeños: si la familia está unida, los niños se fían más de los padres que de sí mismos. La obediencia les puede costar, pero la encuadran de modo más o menos consciente en un contexto de amor y unidad familiar: mis padres quieren mi bien; desean que yo sea feliz; me dicen lo que me ayudará a conseguirlo. La desobediencia se vive entonces como algo equivocado, una falta de confianza y de amor.

 

Por eso, para afianzar su autoridad, los padres no deben hacer más que ser verdaderamente padres: mostrar la alegría y la belleza de la propia vida y enseñar, con obras, que quieren a sus hijos como son. Lógicamente, esto requiere estar presentes en el hogar. Aunque el actual ritmo de vida puede hacerlo difícil, es importante pasar tiempo con los hijos y «formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres» .

 

Por ejemplo, merece la pena empeñarse en cenar todos juntos, aunque esto requiera esfuerzo. Es un magnífico modo de conocerse mutuamente, mientras se comparten las anécdotas de la jornada, y los hijos aprenden –también escuchando lo que los padres cuentan de su propio día– a relativizar, con un toque de buen humor, los problemas que hayan podido surgir.

 

De este modo, además, se facilita hablar claro a los hijos cuando sea necesario, señalándoles qué hacen bien y qué mal; qué pueden hacer y qué no; y explicándoles –de modo adecuado a su edad– los motivos que mueven a obrar de un modo u otro. Entre estos, no puede faltar el comportarse como un hijo de Dios: procurad que los niños aprendan a valorar sus actos delante de Dios. Dadles motivos sobrenaturales para que discurran, para que se sientan responsables .

 

Enseñarles el ejemplo de Cristo, que subió al patíbulo de la Cruz por amor nuestro, para ganarnos la libertad. Ejercer la autoridad es, en el fondo, ofrecer a los hijos –desde que son pequeños– las herramientas que necesitan para crecer como personas; y la principal es mostrarles el ejemplo de la propia vida. Los niños se fijan en todo lo que hacen los padres, y tienden a imitarles.

 

El ejercicio de la propia autoridad puede concretarse en tomar las disposiciones necesarias para salvaguardar el calor del hogar y facilitar que los hijos descubran que hay más alegría en dar que en recibir.

 

En este contexto, es bueno pedir a los hijos, desde que son pequeños, esos servicios que contribuyen a crear un clima de sana preocupación mutua. Se les dan responsabilidades: ayudar a preparar la mesa, dedicar un tiempo a la semana a ordenar sus cosas, abrir cuando llaman a la puerta, etc. Son contribuciones al bienestar familiar, y los niños las entienden de ese modo.

 

No se trata de “darles cosas para hacer”, sino de que vean que su aportación a la marcha de la casa –porque quitan trabajo a sus padres, porque ayudan a un hermano, porque cuidan de sus cosas– es importante y, en cierto modo, insustituible. Aprenden así a obedecer.

 

No es suficiente que los padres hablen con los hijos y les hagan comprender sus errores. Antes o después hará falta corregirles, mostrarles que lo que hacen tiene consecuencias para ellos y para los demás. Muchas veces podrá bastar una conversación, cariñosa y clara; sin embargo, en otros casos, convendrá adoptar alguna medida, porque hay daños que deben ser subsanados y no basta el arrepentimiento.

 

El castigo debe ser un medio para reparar el mal cometido: por ejemplo, hacer algún pequeño trabajo para poder pagar un objeto roto. A veces, la corrección deberá prolongarse en el tiempo: por ejemplo, a raíz de un mal resultado escolar, puede ser conveniente limitar las salidas durante una temporada. En estos casos, sin embargo, es importante no perder de vista que se trata de facilitar el tiempo y los medios para hacer lo que se debe.

 

Siguiendo con el ejemplo de las malas notas, tendría poco sentido, por un lado, prohibir las salidas, pero que, por otro, acabase perdiendo el tiempo; o que se le castigara –sin auténtica necesidad– a no asistir a actividades buenas en sí mismas –practicar un deporte, frecuentar un club juvenil–, solo “porque son las que de verdad le gustan”.

 

Confianza y autoridad

 

Forma parte de la autoridad que los padres logren que sus hijos comprendan los valores que quieren transmitirles, respetando su independencia y peculiaridades. Esto requiere, en primer lugar que los hijos se sientan incondicionalmente amados por sus padres y que sintonicen con ellos: que los conozcan y confíen en ellos.

 

Marcar claramente lo que pueden o no hacer los hijos sería inútil –y probablemente, llevaría a conflictos permanentes– si no se acompaña de cariño y confianza. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos. Los chicos –aun los que parecen más díscolos y despegados– desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres .

 

A medida que los hijos crecen, la autoridad de los padres va dependiendo más de esa relación de confianza. Todos los niños necesitan que se les tome en serio, pero los adolescentes aún más. Afrontan unos cambios –físicos y psicológicos– que los desconciertan, y acusan esa nueva situación.

 

Aunque no lo reconozcan, buscan adultos que les sirvan de referencia; estos son, para ellos, personas que se han formado criterio, que viven de acuerdo con ciertas pautas que les dan estabilidad: justamente lo que los adolescentes aspiran a obtener. Junto a esto, perciben que nadie les puede sustituir en esa empresa; por eso no se limitan a aceptar de modo acrítico lo que les dicen sus padres. Más que dudar de su autoridad, están pidiendo comprender mejor la verdad que la fundamenta.

 

Para esto es importante dedicarles el tiempo necesario, sabiendo crear ocasiones para estar juntos. Puede ser durante un viaje a solas en el coche, en casa a raíz de un programa de televisión o de algún acontecimiento escolar. Entonces se les habla de los temas que pueden afectarles más, y en los que es importante que tengan las ideas claras.

 

No hay que preocuparse si, en ocasiones, los hijos parecen desentenderse de la conversación. Si un padre habla lo necesario, sin ponerse pesado ni querer forzar la confidencia, lo que dice queda grabado; no importa tanto si, después, el hijo o la hija hace caso al consejo. Lo que cuenta es que ha comprobado lo que su padre piensa sobre un determinado argumento, adquiriendo así un punto de referencia para decidir cómo comportarse.

 

El padre le ha mostrado la propia cercanía y disponibilidad para hablar sobre las cosas que le preocupan. Ha puesto en práctica esa enseñanza del Papa: «darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo» .

 

Algunas cosas que los padres quizá no aprueban son, a veces, secundarias, y no justifican dar una batalla, cuando puede bastar un comentario. De este modo, los hijos aprenden a diferenciar lo que es importante de lo que no lo es. Descubren que sus padres no quieren que sean “copias” de su propio modo de ser, sino simplemente que sean felices y hombres y mujeres auténticos. Por eso los padres no se entrometen –aunque sí se interesen– en lo que no afecta a su dignidad, o a la familia.

 

En el fondo, se trata de confiar en el hijo, de «aceptar el riesgo de la libertad, estando siempre atentos a ayudarle a corregir ideas y decisiones equivocadas. En cambio, lo que nunca debemos hacer es secundarlo en sus errores, fingir que no los vemos o, peor aún, que los compartimos» .

 

Experimentar esa confianza es una invitación a merecerla. La clave está en que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal. Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan . Lógicamente, no faltaran pequeños conflictos y tensiones: se pueden gestionar con alegría y serenidad, de modo que los hijos vean que una determinada negativa es compatible con quererles y comprender en qué situación se encuentran.

 

* * *

San Josemaría ha insistido en que la tarea educativa de los padres descansa en ambos: padre y madre: naturalmente, no están solos en esta importante labor. Dios, que les ha dado la misión de guiar a sus hijos hacia el Cielo, les facilita también su ayuda para que la cumplan. Por eso, la vocación de ser padre conlleva el rezar por los hijos: hablar con el Señor sobre ellos, sobre sus virtudes y defectos; preguntarle el modo en que se les puede ayudar, pedirle gracia para los hijos y paciencia para uno mismo. Abandonar en las manos de Dios el fruto de la labor de formación da una paz que se transmite a los demás.

 

En la tarea educativa, como afirmaba san Josemaría, los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo (…). Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana de la sociedad . Actuando con garbo humano, con suavidad y pillería, y encomendando las cosas al Señor, los hijos cambiarán. Al fin y al cabo, los hijos pertenecen a Dios.

 

J.M. BARRIO

 

Benedicto XVI, Audiencia, 21-I-2008.

Ibid.

Ibid.

Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum Educationis , n. 3.

San Josemaría, Apuntes de su predicación oral, en Guadalaviar (Valencia), 17-XI-1972, en www. josemariaescriva.info .

San Josemaría, Conversaciones , n. 100.

Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2012.

Benedicto XVI, Audiencia, 21-I-2008.

San Josemaría, Conversaciones , n. 100.

Ibid. , n. 91.

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Los jóvenes y la diversión: ocio y tiempo libre (3)

Fuente: artículo sobre ocio y tiempo libre publicado en la web del Opus Dei

 

A veces, el entendimiento entre padres e hijos adolescentes no es fácil. El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad actual. En ocasiones, el problema aparece al abordarse el uso del tiempo libre durante los fines de semana y en horarios nocturnos.

 

LA ACTITUD DE LOS PADRES

 

Las diversiones nocturnas preocupan cada vez más a muchos padres. Es el tiempo preferido por los jóvenes para el descanso y la diversión, constituye un negocio que ofrece múltiples posibilidades –en ocasiones, no exentas de riesgos para la salud– y mueve mucho dinero. Bastantes padres coinciden en que resulta difícil mantener la paz y la disciplina en casa al tratar este tema: las discusiones por el horario de las salidas del fin de semana pueden degenerar en batalla, y no resulta fácil encontrar argumentos convincentes para mantener una hora razonable de vuelta a casa; como consecuencia, la autoridad paterna puede debilitarse. Ante este panorama, algunos padres buscan aumentar el control sobre sus hijos; pero no tardan en comprobar que esta no es la solución. Controlar no es educar.

 

Los hijos, al llegar a la adolescencia, reclaman con gran fuerza unas cuotas de libertad que a veces no son capaces de manejar con equilibrio. Esto no significa que haya que privarles de la autonomía que les corresponde; se trata de algo más difícil: es preciso enseñarles a administrar su libertad responsablemente, que aprendan a dar razón de lo que hacen. Sólo entonces serán capaces de lograr un ensanchamiento de miras que les permita aspirar a objetivos más altos que la mera diversión a toda costa. Por eso precisamente, educar a los hijos en libertad significa que los padres en ocasiones han de establecer límites a sus hijos e impedir con firmeza que los sobrepasen. Los jóvenes aprenden a vivir en sociedad y a ser verdaderamente libres, aprendiendo el sentido de esas reglas, y explicándoles claramente que hay puntos –deberes– “no negociables”.

 

Es posible y no ha de sorprender que surjan conflictos de obediencia en unos años en los que se forma de modo especial el carácter y la voluntad, y se afianza la propia personalidad. A un padre portugués que refería una dificultad de ese tipo con uno de sus hijos, San Josemaría le contestó: Vamos a ser sinceros: el que no haya dado guerra a sus padres –repito, y lo mismo digo a las señoras– que levante la mano; ¿quién se atreve a hacerlo? Es justo que tus hijos también te hagan sufrir un poco. En todo caso, es importante hacerles entender que los derechos que tantas veces reivindican –justamente, por otra parte, en muchos casos–, van precedidos y acompañados del cumplimiento de los deberes que les corresponden.

 

CONVERSAR, COMPRENDER Y ENSEÑAR

 

La educación de los jóvenes, principalmente en lo que refiere a la diversión, requiere dedicarles tiempo, atención, hablar con ellos. En el diálogo, abierto y sincero, afectuoso e inteligente, el alma descubre la verdad de sí misma. Se podría decir que la persona humana se “constituye” a través del diálogo; también por eso, la familia es el lugar privilegiado en el que el hombre aprende a relacionarse con los demás y a comprenderse a sí mismo. En ella se experimenta qué significa amar y ser amado, y ese ambiente genera confianza. Y la confianza es el clima donde se aprende a querer, a ser libre, a saber respetar la libertad del otro y a valorar el carácter positivo de las obligaciones que se tienen respecto a los demás. Sin confianza, la libertad crece raquítica.

 

Ese ambiente de serenidad permite que los padres puedan hablar con sus hijos de una forma abierta sobre el modo en que emplean el tiempo libre, manteniendo siempre un tono de interés verdadero, eludiendo la confrontación, o el crear situaciones incómodas frente al resto de la familia. Evitarán así abandonarse a la retórica del “sermón” –que resulta poco eficaz–, o a una especie de interrogatorio –habitualmente desagradable–, a la vez que siembran «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida», que permiten fundar una vida plena. No faltarán ocasiones que permitan reforzar las buenas conductas; y poco a poco conocerán en qué ambientes se mueve cada uno de sus hijos, y cómo son sus amigos.

 

Cuando se ha cultivado la confianza con los hijos desde su infancia, el diálogo con ellos sale natural. El ambiente familiar invita a entablarlo, incluso cuando no haya acuerdo sobre algunas cuestiones, y resulta normal que el padre o la madre se preocupe por las cosas del hijo o de la hija. Es oportuno recordar las palabras de san Josemaría: dedicar un tiempo a la familia es el mejor negocio. Tiempo cuantitativo, hecho de presencia, aprovechando –por ejemplo– las comidas; y tiempo cualitativo, interior, hecho de momentos de intimidad, que ayudan a crear armonía entre los componentes de la casa. Dar tiempo a los hijos desde pequeños facilita, en la adolescencia, mantener conversaciones de cierta hondura.

 

Sin duda, es preferible anticipar dos años las soluciones que querer resolver los problemas un día después: si se han educado las virtudes de los hijos desde pequeños, si estos han experimentado la cercanía de sus padres, resulta más sencillo ayudarles cuando se presentan los desafíos de la adolescencia. Sin embargo, no faltan padres que piensan que “no han llegado a tiempo”. Con independencia de las causas, no consiguen proponer un diálogo constructivo o que los hijos acepten ciertas normas. ¿Y si esto sucediera y se cayera en el desánimo? Es el momento de recordar que la labor de ser padres no tiene fecha de caducidad, y convencerse de que ninguna palabra, gesto de cariño o esfuerzo, orientado a ese fin –la educación de los hijos–, caerá en saco roto. Todos –padres e hijos– queremos y necesitamos segundas, terceras y más oportunidades. Se podría decir que la paciencia es un derecho y un deber de cada miembro de la familia: que los demás tengan paciencia con los defectos de uno; que uno tenga paciencia con los de los demás.

 

Para introducir en la familia una cultura inspirada por la fe no basta, sin embargo, el diálogo. Es también importante consagrar tiempo a la vida de familia, planificando actividades que se pueden hacer juntos durante los fines de semana y las vacaciones.

 

A veces se tratará, por ejemplo, de practicar algún deporte con los hijos; otras, de organizar excursiones y fiestas con otras familias, o de implicarse en actividades –culturales, deportivas, artísticas, de voluntariado– organizadas por centros de formación, como son los clubes juveniles. No se trata de darles todo resuelto, sino de fomentar la iniciativa de los hijos, teniendo en cuenta sus preferencias. San Josemaría nos estimulaba a trabajar más en este campo, tan importante para nuestra sociedad: Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos.

 

CORTOS DE DINERO

 

Pasear por un centro comercial, comprar alguna prenda de moda, cenar en un restaurante de comida rápida e ir al cine es un itinerario de actividades muy habitual entre los jóvenes de hoy. La oferta de ocio está dominada actualmente por la lógica del consumo. Si ese modo de divertirse se convierte en habitual, es fácil que fomente hábitos individualistas, pasivos, poco participativos y nada solidarios. Las industrias de la diversión y el descanso corren el peligro de limitar la libertad individual y deshumanizar a las personas, mediante «manifestaciones degradantes y la vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan preponderante». En realidad, este fenómeno es totalmente contrario a la esencia del ocio, que es precisamente un tiempo liberador y enriquecedor para la persona.

 

Resulta muy aconsejable no dar a los hijos muchos medios económicos, enseñándoles el valor del dinero y a ganarlo por sí mismos. San Josemaría fue educado por sus padres de un modo profundamente cristiano, respetando su libertad y enseñándole a administrarla. Nunca me imponían su voluntad–comentó en ocasiones–.Me tenían corto de dinero, cortísimo, pero libre. Hoy en día, es relativamente fácil que los jóvenes trabajen, por lo menos parte de sus vacaciones. Conviene animarles a que lo hagan, pero no solo por ganar dinero para sus diversiones, sino también para poder contribuir a las necesidades de la familia o ayudar al prójimo.

 

No hay que olvidar que en muchísimos jóvenes laten con fuerza ideales por los que son capaces de entusiasmarse. Tener amigos es ser generoso, compartir. Los jóvenes se vuelcan con sus amistades y muchas veces no han tenido ocasión de descubrir que Jesús es el Gran Amigo. El beato Juan Pablo II al final de la XV Jornada Mundial de la Juventud explicó: «Él nos ama a cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión». Y añadía que nuestra sociedad consumista y hedonista tiene necesidad urgente de un testimonio de disponibilidad y sacrificio por los demás: «De él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda, por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la desesperación, del sin sentido, de la violencia».

 

Formar a los hijos en el ocio y el tiempo libre supone un verdadero reto para los padres, una labor exigente que, como todas las tareas hechas por amor, resulta preciosa. Quizá, en determinados momentos, a algunos padres les puede parecer que la situación les supera. Merece la pena recordar entonces que todos los esfuerzos realizados en esta dirección –la formación de los hijos– no solo redundan en el bien de los hijos, sino que además agradan a Dios. La educación forma parte de la tarea que el Señor ha confiado a los padres, y nadie puede sustituirles en ella. Benedicto XVI explicaba que, en su ambiente familiar, los padres, por el sacerdocio común de todos los bautizados, pueden ejercer «la carga sacerdotal de pastores y guías cuando forman cristianamente a sus hijos». Vale la pena afrontar siempre esta tarea con valentía y con un optimismo lleno de esperanza.

 

J. Nubiola, J.M. Martín

 

Notas

San Josemaría, Encuentro en Enxomil con fieles del Opus Dei y amigos (Oporto), 31.X.1972.

 

Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 19

 

San Josemaría, Camino, n. 975.

 

Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con los obispos de Estados Unidos, 16-IV-2008.

 

San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 14-II-1964.

 

Beato Juan Pablo II, Homilía en la Santa Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, 20-VIII-2000.

 

Benedicto XVI, Audiencia general, 18-II-2009.

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Fiesta y diversión: ocio y tiempo libre (2)

Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque ese día descansó Dios de toda la obra que había realizado en la creación . En la unidad de la existencia personal, trabajo y tiempo libre no se deben separar; por eso urge empeñarse en un apostolado de la diversión , que contrarreste la tendencia a concebir el ocio como pura evasión , aun a costa de romper la unidad del hombre.

 

EL DESCANSO DE DIOS

 

El tiempo libre por antonomasia es el que se da en los días de fiesta: se rompe la monotonía de lo cotidiano, porque se celebran acontecimientos que son decisivos o determinantes para un grupo de personas, ya sea una familia o una nación. En la tradición judeo-cristiana la fiesta posee un sentido religioso que está asociado al gozoso descanso de Dios. Porque una vez terminada la creación, bendijo Dios el día séptimo y lo santificó . Casi se podría decir que Dios se maravilla ante su obra, especialmente ante la grandeza de esa criatura –el hombre– que ha llamado a la comunión con Él. Y santificando el sábado, “creando” el día de fiesta, ha querido asociar a la humanidad entera a su mirada bondadosa hacia el mundo. Por eso, de algún modo, «del descanso de Dios, toma sentido el tiempo» : cualquier tiempo, el del trabajo y el del descanso, pues vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno .

 

Para el cristiano, además, el domingo, día del Señor, dies Christi , es el día consagrado al Señor dondequiera que habitéis . Cada domingo recordamos y celebramos en la liturgia de la Iglesia la resurrección de Cristo, la nueva creación, la salvación del género humano, la liberación del mundo, su destinación final. Si bien la novedad del cristianismo hace que hayan decaído «las manifestaciones del sábado judío, superadas por el “cumplimiento” dominical, son válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del “día del Señor”, indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han de entender a la luz de la teología y de la espiritualidad del domingo» . Jesucristo mismo, Señor del sábado , explica el auténtico sentido del descanso sabático, orientándolo «hacia su carácter liberador, junto con la salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre» .

Bajo esta luz, el domingo muestra la novedad del mundo, la novedad de la nueva creación en Cristo. De algún modo, todo tiempo es ya tiempo de fiesta, porque es tiempo de Dios y para Dios. En la existencia humana se unen trabajo y tiempo libre; y ambos comprenden una llamada a la contemplación y a la oración. Dios nos da el tiempo para que podamos entretenernos con Él, asociarnos a su descanso y a su trabajo , admirar su belleza y la hermosura de su obra.

 

Parte de la misión educativa de los padres consiste en mostrar a los hijos ese carácter de don que poseen las fiestas. Hace falta poner un poco de esfuerzo a la hora de organizar el domingo –o cualquier periodo de descanso–, de modo que Dios no aparezca como algo ajeno o molesto, introducido en el último momento, en los planes previstos. Si los hijos ven que se piensa con antelación cómo y cuándo asistir a la Santa Misa, o recibir los sacramentos, comprenderán de modo natural que «el tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios» . El consejo de Benedicto XVI se muestra precioso bajo esta luz: «¡Queridos amigos! A veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la Misa. Pero si os empeñáis, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que le da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla» .

 

Por eso, un cristiano que quiere vivir el Evangelio planifica su fin de semana poniendo, en primer lugar, su participación en la Santa Misa; y busca organizar sus viajes o desplazamientos –especialmente cuando van a ser largos– garantizando su asistencia al Santo Sacrificio el domingo o los otros días de precepto. Por su parte, «los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos, la institución de las Misas vespertinas y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo» .

 

EL TIEMPO DE LAS VIRTUDES

Ya se han señalado las oportunidades educativas que encierra el tiempo libre para moldear la personalidad de los hijos. Juegos, excursiones, deporte no son solo parte esencial de la vida de los jóvenes, sino que a través de ellos los padres pueden conocer mejor a sus hijos, y transmitirles deseos de aprender y de darse a los demás. Deseos que se concretan en tareas y van cuajando en hábitos, en lo que los clásicos llaman virtudes. Así, el tiempo libre deja de ser “el tiempo para las cosas banales”, y se transforma en tiempo cualitativo, creativo. En resumen, en momentos preciosos para que los hijos asuman e interioricen su libertad.

 

Formar a los hijos en el ocio, por otra parte, supone proponerles actividades que les resulten atrayentes y que respeten su modo de ser. En la medida en que una familia comparte momentos felices, sienta las bases para prevenir pasatiempos nocivos en el futuro: los períodos trascurridos con los padres en la infancia –en los que experimentan la alegría del dar y recibir, de la generosidad– quedan grabados para siempre, y servirán de protección cuando los hijos tengan que enfrentarse al falso atractivo de lo que aleja de Dios.

 

Por el contrario, si los padres entienden las vacaciones y el tiempo libre como simple oportunidad de evasión o de disfrute pueden acabar descuidando un aspecto central en la educación. No se trata de “transmitir” a los hijos una visión del tiempo libre como un “hacer sólo cosas útiles”, en el sentido que es útil estudiar una materia o aprender un idioma, o ir a clases de natación o de piano (ocupaciones que, en el fondo, no difieren mucho de la instrucción que suministran muchas escuelas); sino de enseñar a emplear esos periodos de un modo equilibrado. En este sentido, el tiempo libre proporciona situaciones favorables para desarrollar la unidad de vida: se trata de fomentar en los hijos personalidades firmes, capaces de gestionar la propia libertad y de ejercitar la fe de manera coherente; y que aprendan así a convivir con los demás, a aspirar a una vida cumplida.

 

Un gran enemigo en este campo es el “matar el tiempo”, porque cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo . Actúa así quien por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa de los otros; quien en esos momentos se busca a sí mismo desordenadamente, sin dar cabida a Dios o a los demás. Educar en y para el tiempo libre compromete a los padres. Ellos son siempre –aun de modo inconsciente– el modelo que más incide en la formación de los hijos; y como educadores no pueden dar la impresión de que se aburren, o reposan no haciendo nada. Su modo de descansar debe, de algún modo, estar abierto al entretenimiento con Dios, al servicio a los demás. Los hijos han de entender que el ocio permite distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo , mientras se aprenden cosas nuevas, se cultiva la amistad, se mejora la vida de la familia.

 

LA DIVERSIÓN DE LOS JÓVENES

Muchos padres –con parte de razón– temen la presión del ambiente, que en las sociedades de consumo propone diversiones deletéreas y superficiales. El problema de fondo es universal: los jóvenes quieren ser felices, pero no siempre saben cómo; y, con frecuencia, ni siquiera saben en qué consiste la felicidad, porque nadie se lo ha explicado convincentemente, o no la han experimentado. Para la gran mayoría, el problema de la felicidad se reduce a tener un trabajo bien remunerado, gozar de buena salud, y vivir en una familia que les quiera y en la que poder apoyarse. Aunque los jóvenes manifiesten algunas veces cierta rebeldía, admiten de ordinario que tienen que rendir en el estudio, pues entienden que buena parte de su futuro depende de sus calificaciones escolares.

 

Todo esto es compatible con el afán por reivindicar su propia autonomía a la hora de organizar el tiempo libre. En algunos casos, lo hacen siguiendo la senda que marcan las industrias del entretenimiento, que a menudo promueven diversiones que dificultan o impiden el crecimiento en virtudes como la templanza. Pero, en último término, la desorientación de los jóvenes no es distinta de la que se da en bastantes adultos: confunden la felicidad, que es resultado de una vida lograda, con una efímera sensación de pseudo alegría.

 

Estas desviaciones, reales, no pueden hacernos olvidar que todos hemos sentido movimientos de rebeldía hacia nuestros mayores, cuando comenzábamos a formar con autonomía nuestro criterio . Forma parte del proceso normal de maduración, como se aprecia al considerar que, ante la pregunta sobre cómo se divierten, el “con quién” es siempre más significativo que el “qué”: quieren estar con sus coetáneos y fuera de casa, es decir, sin la familia y sin adultos; y de hecho, las actividades que asocian a un mayor disfrute es salir con sus amigos y escuchar música. Incluso, cuando el consumo es –como sucede en algunas sociedades– una forma de distraerse, adquiriendo cosas a veces innecesarias (ropa, móviles, accesorios informáticos, videojuegos, etc.), sucede que es solo el medio para estar con los amigos.

 

Resulta importante, por eso, proponer formas de diversión que respeten la estructura de la persona, es decir, la tendencia a la felicidad que todos tenemos: los padres deben afrontar esta tarea promoviendo, con la ayuda de otras familias, lugares adecuados en los que los hijos puedan madurar humana y espiritualmente durante su tiempo libre. Se trata, en definitiva, de fomentar diversiones e intereses que fortalezcan el sentido de la amistad, de la responsabilidad de cuidar o apoyar a las personas que aprecian. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico . Los padres pueden y deben contar con esa realidad: dedicándoles tiempo, hablando con ellos, dándoles ejemplo de alegría, sobriedad y sacrificio desde que son pequeños. Porque educar no significa imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad .

 

J.M. Martín y M. Díez

 

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Gn 2, 3.

 

Camino , n. 975.

 

Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la XIX Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales , 19-V-1985, n. 4.

 

Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini , 31-V-1998, n. 59.

 

Gn 1, 31.

 

Cfr. Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini , 31-V-1998, nn. 18ss.

 

Lv 23, 3.

 

Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini , 31-V-1998, n. 62.

 

Mc 2, 28.

 

Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini , 31-V-1998, n. 63.

 

Cfr. Jn 5, 17.

 

Benedicto XVI, Homilía en la explanada de Marienfield , 21-VIII-2005.

 

Benedicto XVI, Homilía en la explanada de Marienfield , 21-VIII-2005.

 

Juan Pablo II, Litt. apost. Dies Domini , 31-V-1998, n. 49.

 

Amigos de Dios , n. 46.

 

Amigos de Dios , n. 46.

 

Camino , n. 357.

 

Conversaciones , n. 100.

 

Conversaciones , n. 101.

 

Es Cristo que pasa , n.27.

 

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Jugar para vivir: ocio y tiempo libre (1)

Envíamos un artículo que nos ha parecedo muy interesante para la educación de nuestros hijos, el artículo original está en la página web del Opus Dei: http://www.opusdei.es/art.php?p=47536

Jugar es necesario para disfrutar de la vida. Se aprende además a ganar y perder, a usar la imaginación, a estar con los demás… e incluso a tratar a Dios.

Hoy, en muchos países, el sistema educativo da a niños y jóvenes cada vez más tiempo libre, de modo que muchos padres son especialmente sensibles a la importancia de esos momentos para la educación de sus hijos.

En ocasiones, sin embargo, el principal temor es que «se pierda el tiempo» durante los periodos no lectivos. Por eso, muchas familias buscan actividades extraescolares para sus hijos; no es raro que estas posean cierto corte académico -un idioma o un instrumento musical-, que complete sus estudios.

EL VALOR DEL TIEMPO LIBRE

El tiempo libre posee unas virtualidades educativas específicas, a las que se refería Juan Pablo II cuando animaba a «potenciar y valorizar el tiempo libre de los adolescentes y orientar sus energías».

En esas horas diarias en las que las obligaciones académicas se interrumpen, en mayor o menor medida, el joven se siente dueño de su propio destino; puede hacer lo que realmente quiere: estar con sus amigos o su familia, cultivar aficiones, descansar y divertirse del modo que más le satisface.

Ahí toma decisiones que entiende como propias, porque se dirigen a jerarquizar sus intereses: qué me gustaría hacer, qué tarea debería recomenzar o cuál podría aplazar… Puede aprender a conocerse mejor, descubrir nuevas responsabilidades y administrarlas. En definitiva, pone en juego su propia libertad de un modo más consciente.

Por eso los padres y educadores deben valorizar el tiempo libre de quienes dependen de ellos. Porque educar es educar para ser libres, y el tiempo libre es, por definición, tiempo de libertad, tiempo para la gratuidad, la belleza, el diálogo; tiempo para todas esas cosas que no son «necesarias» pero sin las que no se puede vivir.

Este potencial educativo puede malograrse tanto si los padres se desentienden del ocio de los hijos -siempre que cumplan con sus obligaciones escolares-, como si lo ven solo como una oportunidad de «prolongar» su formación académica.

En el primer caso, es fácil que los hijos se dejen llevar por la comodidad o la pereza, y que descansen de un modo que les exija poco esfuerzo (por ejemplo, con la televisión o los videojuegos).

En el segundo, se pierde la especificidad educativa del tiempo libre, pues este se convierte en una especie de prolongación de la escuela, organizada por iniciativa casi exclusiva de los padres. Al final, desafortunadamente, la imagen del vivir que se trasmite es la de una existencia dividida entre obligaciones y diversión.

Conviene, por tanto, que los padres valoren con frecuencia qué aportan al crecimiento integral de los hijos las actividades que realizan a lo largo de la semana, y si su conjunto contribuye de modo equilibrado a su descanso y a su formación.

Un horario apretado significa que el hijo hará muchas cosas, pero quizá no aprenderá a administrar el tiempo. Si se quiere que los hijos crezcan en virtudes, hay que facilitarles que experimenten la propia libertad; si no se les da la posibilidad de elegir sus actividades favoritas, o se les impide en la práctica jugar o estar con los amigos, se corre el riesgo de que -cuando crezcan- no sepan cómo divertirse. En esta situación, es fácil que acaben dejándose llevar por lo que la sociedad de consumo les ofrece.

Educar en el uso libre y responsable del tiempo libre requiere que los padres conozcan bien a sus hijos, porque conviene proponerles formas de ocio que respondan a sus intereses y capacidades, que les descansen y diviertan.

Los hijos, sobre todo cuando son pequeños -y es el mejor momento para formarles en este aspecto- están muy abiertos a lo que los padres les presentan; y si esto les satisface, se están sentando las bases para que descubran por sí mismos el mejor modo de emplear los tiempos de ocio.

Evidentemente, esto requiere imaginación por parte de los padres, y espíritu de sacrificio. Por ejemplo, conviene moderar las actividades que consumen un tiempo desproporcionado o llevan al chico a aislarse (como sucede cuando se pasan horas frente al televisor o en internet). Es mejor privilegiar aquellas que permiten cultivar relaciones de amistad, y que le atraen espontáneamente (como suele ser el deporte, las excursiones, los juegos con otros niños, etc.).

JUGAR PARA CRECER

Pero de todas las ocupaciones que se pueden desempeñar en el tiempo libre, hay una que los niños -y no solo ellos- prefieren sobre las demás: el juego.

Resulta natural, porque el juego se asocia espontáneamente a la felicidad, a un lugar donde el tiempo no es pesado, a una vivencia abierta a la admiración y a lo inesperado. En el juego uno muestra su identidad más propia: se implica con todo su ser, con frecuencia más incluso que en bastantes trabajos.

El juego es, ante todo, una prueba de lo que será la vida: es un modo de aprender a utilizar las energías que tenemos a disposición, es un tanteo de capacidades, de lo que podemos realizar. El animal también juega, pero mucho menos que el hombre, precisamente porque su aprendizaje se estabiliza. Las personas juegan durante toda su vida, pues pueden seguir creciendo -como personas- sin limitación de edad.

La naturaleza humana se sirve del juego para alcanzar el desarrollo y la madurez. Jugando, los niños aprenden a interpretar conocimientos, a ensayar sus fuerzas en la competición, a integrar los distintos aspectos de la personalidad: el juego es un continuo reto.

Experimentan reglas, que hay que asumir libremente para jugar bien; se marcan objetivos, y se ejercitan en relativizar sus derrotas. No cabe juego al margen de la responsabilidad, de forma que el juego contiene un valor ético, nos ayuda a ser sujetos morales.

Por eso, lo normal es jugar con otros, jugar «en sociedad». Tan radicado está este carácter social, que incluso cuando los niños juegan solos, tienden a construir escenarios fantásticos, historias, otros personajes con los que dialogar y relacionarse. En el juego los niños aprenden a conocerse y a conocer a los demás; sienten la alegría de estar y divertirse con otros; asimilan e imitan los roles de sus mayores.

Se aprende a jugar, principalmente, en la familia. Vivir es jugar, competir; pero vivir también es cooperar, ayudar, convivir. Es difícil comprender cómo se puedan armonizar ambos aspectos -competir y convivir- al margen de la institución familiar. El juego es una de las pruebas básicas para aprender a socializar.

En definitiva, el gran valor pedagógico del juego reside en que vincula los afectos a la acción. Por eso, pocas cosas unen de un modo más inmediato a padres e hijos que jugar juntos. Como decía San Josemaría, los padres han de ser amigos de sus hijos, dedicándoles tiempo. Ciertamente, a medida que los hijos crecen, habrá que adaptarse.

Pero esto sólo significa que el interés de los padres por el ocio de sus hijos adoptará nuevas formas. Se les puede, por ejemplo, facilitar que inviten amigos a casa, o asistir a las manifestaciones deportivas en las que participan… Iniciativas que, además, permiten conocer a sus amigos, y a sus familias sin dar la errada impresión de que se les quiere controlar, o de que se desconfía.

También se puede, con la ayuda de otros padres, crear ambientes lúdicos en los que se organicen diversiones sanas, y cuyas actividades se desarrollen teniendo en cuenta la formación integral de los participantes. Nuestro Padre promovió desde muy pronto este tipo de iniciativas, en las que se ofrece un ambiente formativo en que los chicos juegan, al tiempo que perciben su dignidad de hijos de Dios, preocupándose por los demás: lugares en los que se les ayuda a descubrir que hay un tiempo para cada cosa y que cada cosa tiene su tiempo, y que en todas las edades -también cuando son pequeños- se puede buscar la santidad, y dejar un poso en las personas que les rodean.

Tomando una expresión de Pablo VI, muy querida por Juan Pablo II, cabría decir que los clubes juveniles son lugares donde se enseña a ser «expertos de humanidad»; por eso, sería una gran equivocación plantear su interés solo en función de los resultados académicos o deportivos que alcanzan.

JUGAR PARA VIVIR

En griego, educación (paideia) y juego (paidiá) son términos del mismo campo semántico. Y es que aprendiendo a jugar se adquiere, a la vez, una actitud muy útil para afrontar la vida.

Aunque parezca paradójico, no sólo los niños tienen necesidad de jugar. Incluso se puede decir que el hombre debe jugar más cuanto más anciano sea. Todos hemos conocido personas a las que la vejez ha desconcertado: descubren que no tienen las fuerzas que tenían antes, y creen que no pueden afrontar los desafíos de la vida.

Una actitud que, por lo demás, podemos encontrar en muchos jóvenes, ancianos prematuros, que parecen carecer de la flexibilidad necesaria para acometer situaciones nuevas.

Por el contrario, probablemente nos hemos relacionado con personas mayores que mantienen un espíritu joven: capacidad de ilusionarse, de recomenzar, de afrontar cada nuevo día como un día de estreno. Y esto aunque a veces posean limitaciones físicas notables.

Estos casos ponen de manifiesto que, a medida que el hombre crece, cobra cada vez más importancia encarar la vida con cierto sentido lúdico. Porque quien ha aprendido a jugar sabe relativizar los logros -éxitos o fracasos- y descubrir el valor del juego mismo; conoce la satisfacción que da ensayar nuevas soluciones para ganar; evita la mediocridad que busca el resultado, pero arruina la diversión. Disposiciones que pueden aplicarse a las cosas «serias» de la vida, a las tareas corrientes, a las nuevas situaciones que, abordadas de otro modo, podrían llevar al desánimo o a un sentimiento de incapacidad.

Trabajo y juego tienen sus tiempos diversos: pero la actitud con la que uno y otro se planean no tiene por qué ser distinta, pues la misma persona es quien trabaja y quien juega.

Las obras humanas son efímeras, y por eso no merecen ser tomadas demasiado en serio. Su valor más alto -como ha enseñado san Josemaría- consiste en que ahí nos espera Dios. La vida sólo tiene sentido pleno cuando hacemos las cosas por amor a Él… mejor aún: en la medida en que las hacemos con Él.

La seriedad de la vida está en que no podemos bromear con la gracia que Dios nos ofrece, con las oportunidades que nos da. Aunque, bien visto, de algún modo, también el Señor se sirve de la gracia para bromear con el hombre: Él escribe perfectamente con la pata de una mesa, decía nuestro Padre.

Sólo la relación con Dios es capaz de dar estabilidad, nervio y sentido a la vida y a todas las obras humanas. El filósofo Platón intuyó esta gran verdad: «es menester tratar seriamente las cosas serias, pero no las que no lo son. Y solo la divinidad es merecedora de toda clase de bienaventurada seriedad, mientras que los hombres somos juguetes inventados por ella; y esto es lo más hermoso que hay en nosotros; por tanto es preciso aceptar esta misión, y que todo hombre pase su vida jugando los juegos más hermosos».

Los juegos más hermosos son los «juegos» de Dios. Cada uno ha de asumir libremente que es un juguete divino, llamado a jugar con el Creador. Y de su mano arrostrar todas las actividades, con la confianza y el espíritu deportivo con que un niño juega con su Padre.

De ese modo, las cosas saldrán antes, más y mejor; sabremos sobreponernos a las aparentes derrotas, porque lo importante -haber jugado con Dios- ya está hecho, y siempre hay otras aventuras que esperan. La Sagrada Escritura nos presenta a la Sabiduría divina proyectando junto a Él, lo deleitaba día a día, actuando ante Él en todo momento, jugando con el orbe de la tierra, y me deleitaba con los hijos de Adán: Dios, que «juega» creando, nos enseña a vivir con alegría, seguros, confiando en que recibiremos -quizá inesperadamente- el regalo que anhelamos, pues todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio.

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Temperamento melancólico

Es abnegado, perfeccionista y analítico. Es muy sensible emocionalmente. Es propenso a ser introvertido, sin embargo, puede actuar de forma extrovertida. No se lanza a conocer gente, sino deja que la gente venga a él. Sus tendencias perfeccionistas y su conciencia hacen que sea muy fiable, pues no le permiten abandonar a alguien cuando están contando con él. Además de todo, posee un gran carácter que le ayuda a terminar lo que comienza. Pero es difícil convencerlo de iniciar algún proyecto, debido a que siempre está considerando todos los pros y contras en cualquier situación.

  • Características del temperamento melancólico
  • El melancólico es el más rico y complejo de todos los temperamentos.
  • Suele producir tipos analíticos, abnegados, dotados y perfeccionistas.
  • Es de una naturaleza emocional muy sensible, predispuesto a veces a la depresión.
  • Es el que consigue más disfrute de las artes.
  • Es propenso a la introversión, pero debido al predominio de sus sentimientos, puede adquirir toda una variedad de talentos.
  • Tiende a ser una persona pesimista.

Vida emotiva

Cualidades: Sensible y rico interiormente, analítico, tierno y reflexivo.
Defectos: Depresivo y pesimista, le gusta dar una imagen de sufrido. Hipocondríaco, e introspectivo, orgulloso y egocéntrico.

Su Vida de relaciones

Cualidades: Amigo sacrificado, leal y constante, cauteloso y afectivo para elegir sus amistades.
Defectos: Crítico, severo y perfeccionista. Preocupado por lo que piensan los demás, desconfiado. Capaz de explotar con ira si lo acosan, rencoroso y vengativo.
Es apático con los que piensan diferente, dificulta sus relaciones.

En su trabajo

Cualidades: Perfeccionista, preciso y analítico. Autodisciplinado, termina lo que empieza. Apto para trabajos creativos e intelectuales.
Consciente y eficaz, es talentoso, tiene rasgos de genialidad y conoce sus limitaciones.
Defectos: Indeciso. Más teórico que práctico. Anteproyectos novedosos, es poco decidido y analiza las cosas en exceso, deprimiéndose.
Elige tareas de máximo sacrificio. Se pone irascible cuando realiza trabajos creativos.

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El temperamento melancólico es el más rico y el de mayor registros de los cuatro; es talentoso, perfeccionista, abnegado y muchas cosas más que iremos viendo. Además, el melancólico es por excelencia el más analítico de todos. Es decir: su mayor valor es su capacidad para diagnosticar acertadamente los obstáculos y los riesgos de los proyectos en los que participa.
Gestionar lo imperfecto de uno mismo.

Para realizar esta función analítica, el melancólico indaga en lo más recóndito de sus recuerdos, y para ello desmenuza cada situación a niveles insospechados e incomprensibles para otros. Su facultad para rememorar instantes pasados, de hace mucho tiempo, es asombrosa, no sólo porque descorre velos que parecían impenetrables, sino porque además su pensamiento sobre los hechos es profundo, elude la superficialidad (que aborrece) y va relatando las experiencias con todo lujo de detalles que recogen la máxima información posible sobre una situación.

Para saber si eres melancólico debes preguntarte: ¿buscas la perfección en todo lo que haces y en los demás?, ¿tu mayor afán es contribuir y estar al servicio de los otros porque tienes un alma esforzada que está dispuesta al sacrificio personal en aras del bienestar social?, ¿eres un gran observador con alto nivel de escucha activa? Seguramente hay muchos grados para estas respuestas y estés meditando sobre cuánto te compromete reconocerte en alguna de ellas. Esto también te define como melancólico: la dificultad para tomar decisiones sobre ti y tus competencias. Esta incertidumbre es una de tus grandes parálisis, que te imposibilita avanzar todo lo que podrías.

Si es así, tienes como sello ser un amigo fiel, si bien tu facilidad para hacerte amigos es muy baja, aunque en ningún caso abandonas a alguien cuando esperan tu respaldo o protección. No olvides que puedes ejercer cualquier profesión, siempre que tenga un sentido humanitario. Esa humanidad es la que hace perdonables algunos de tus grandes defectos o debilidades, como la visión negativa sobre el mundo, que te impele al pesimismo y te arrastra a la crítica.

Estos puntos oscuros en tu temperamento melancólico originan que en los nuevos proyectos encuentres primero las dificultades que los posibles logros. La mente analítica te abduce y comienzas a visionar previamente los problemas, para luego ilusionarte con los beneficios de la idea. Cuando has superado esta primera fase derrotista, tu posición ante el proyecto no es muy activa, porque prefieres mantenerte al resguardo de la celeridad, que te ofende, ya que consideras que se pierden detalles.

Es conveniente que no olvides tu tendencia a plantear novedosos proyectos, aunque sin participar en su desarrollo y realización. Los melancólicos necesitan asociarse a otros temperamentos para paliar vuestra vena nada práctica.

Otro aspecto de mejora es la tendencia a esperar que la gente acuda a ti, esforzándote poco o nada en producir tú el acercamiento. El problema no está en si te gusta la gente, que te agrada, sino en que tienes una doble necesidad: primero que te acepten, y después que te dejen solo.

Detrás de cada melancólico hay escondida alguna experiencia dolorosa que les lleva a rehusar a la gente porque ven en ellos oscuras intenciones, que en muchos casos acaban siendo ciertas. Es difícil que las relaciones que mantiene no acaben cumpliendo la premonición de que «te pueden fallar». Este es un pensamiento reiterativo de un melancólico: «Si alguien se acerca es porque busca algo de mí».

Si concibes por un instante que alguien demanda tu compañía y desea estar muy próximo a ti, generarás un conflicto para evitarlo. Eres muy susceptible a las relaciones, y pueden ofenderte con sólo mirarte. Tus vaivenes de ánimo son insoportables, no sólo para ti, sino para todos los que te rodean, puesto que puedes llegar a ser irrazonable.

Tienes un potente cerebro que funciona dependiendo de tu estado anímico, que como hemos visto es un poco inestable. Cuando estás optimista (pocas veces) el mundo gira alrededor de tus ideas y tus grandes conceptos creativos, si bien cuando vives alentado por el rencor, el miedo y la tristeza, te encierras en un rincón y esperas a que se pare el tiempo.

Esta línea de pensamiento melancólico y negativo hace que muchas de las decisiones que tomas sean poco realistas. Los grandes picos y valles de tu temperamento hará que a veces pienses que eres un sanguíneo, transportado a grandes alturas, y otras que vayas por el mundo como un alma en pena. O aprendes a controlarte, o a medida que vayan pasando los años irán aumentando los momentos de insatisfacción, amargura y depresión.

Todos estos matices podemos definirlos en cuatro escalas principales, que dan una información muy rica a la hora de aproximarnos a un conocimiento más profundo de los comportamientos del temperamento melancólico en diferentes momentos y ante diversas situaciones:

En qué centras tu atención: eres el más introvertido de todos los temperamentos. Tiendes a mirar tu mundo interior, en el que te recreas.
Cómo accedes a la información: casi siempre de manera intuitiva. Tiendes a centrarte en tu imaginación y en el mundo poco práctico del que participa. Ves los datos desde sí mismos, no desde los sentidos.

En qué basas tus decisiones: eres muy dado al análisis, aunque este tiende a ser destructivo y negativo, lo que hace que tus decisiones no sean muy realistas.

Frase: Si vale la pena hacerlo, vamos a hacerlo bien
Deseo: Hacerlo todo bien, perfecto
Necesidad: Sentir que se le comprende como es
Habla: Pone especial atención a los detalles y los relaciona inmediatamente con su persona
Pareja: Que busca los retos y que lo impulse
Mascota: Peces
Trabajos: Artistas / Gerentes

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Temperamento sanguíneo

Características del temperamento sanguíneo

  • Se trata de una persona cálida, campante, vivaz y que disfruta de la vida siempre que se pueda.
  • Es receptiva por naturaleza, las impresiones externas encuentran fácil entrada en su interior en donde provocan un alúd de respuestas.
  • Tiende a tomar decisiones basándose en los sentimientos más que en la reflexión.
  • Es tan comunicativo que, es considerado un superextrovertido.
  • Tiene una capacidad insólita para disfrutar y por lo general contagia a los demás su espíritu que es amante de la diversión.
  • Este tipo de personas por lo general, hablan antes de pensar, son extrovertidas, muy activas e intuitivas.

Cualidades: Cálido y vivaz, tiene “carisma”. Comunicativo, nunca le falta de que hablar. Despreocupado, no le aflige el futuro, ni le molesta el pasado. Excelente narrador de cuentos. Vive en el presente. Su conversación tiene una cualidad contagiosa. Tiene chispa. Capacidad fuera de lo común para disfrutar de todo. Cordial.

Defectos: Llora con facilidad. Es emocionalmente imprevisible. Le cuesta encontrar sosiego. Tiene arranques de enojo. Exagera la verdad. Ve la realidad como quiere verla. Aparenta falta de sinceridad. No tiene control sobre sí mismo. Toma decisiones emocionales. Hace compras impulsivas. Se pone demasiado en evidencia.

Su vida de relaciones

Cualidades: Hace amigos con facilidad. Es acogedor, optimista y agradable. Se muestra siempre sonriente y amable. No le cuesta pedir disculpas. Es tierno y comprensivo. Conversa con autenticidad. Comparte las penas y alegrías de otros.

Defectos: Quiere dominar la conversación. No es atento. No tiene fuerza de voluntad. Sus convicciones son débiles. Depende de la aprobación de los demás y busca hacer méritos. Disfruta de la gente y luego la olvida. Busca excusas para su negligencia. Habla demasiado de sí mismo.
Se olvida de sus promesas y compromisos.

En el trabajo

Cualidades: Produce una buena impresión inicial. Nunca se aburre porque vive en el presente. Tiene don para cuidar enfermos. Inspira entusiasmo.

Defectos: Es totalmente desorganizado. No se puede confiar en él. No es puntual. Carece de disciplina. Pierde tiempo conversando, cuando debería trabajar. Empieza proyectos y no los termina. Se distrae con facilidad. No logra cumplir sus metas.

 

 

Frase: Demasiado nunca es suficiente
Deseo: Hagámoslo Divertido, sin mucho compromiso
Necesidad: Sentir que se le escucha
Color: (colores llamativos) Rojo, Naranja, Amarillo, Verde
Depresión: Se aparta y se desorganiza
Habla: Escucha pero no pone real atención. Te mira, dice algo y luego ríe
Pareja: Sensibles y Organizados
Trabajos: Recepcionistas / Anfitriones / Maestros de Ceremonia / Presidente del Club

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